Al contrario que tantas palabras monótonas, rutinarias y repetidas que nos cansan, el sonido del viento entre las hojas no quiere decir nada, pero lo representa todo y nunca suena igual. Su poder relajante y restaurador proviene de que nos devuelve a un atavismo original. Crea un significado que no ha sido acuñado con signos, con los símbolos humanizadores de las palabras o con las matemáticas de la música, sino en el depósito más hondo de nuestros instintos: cuando escuchamos esa voz ancestral que no necesita palabras para expresarse algo muy primitivo se remueve en nuestro interior que viene de nuestros antepasados milenios hace, y nos sentimos consolados, calmados, devueltos a una realidad verdadera, más inmediata, más plena, sacándonos de esa cadena de pensamientos que invariablemente tira de nosotros hacia la infelicidad. Es un tipo de comunión que Michel Hulin llamaba mística salvaje.
Algo parecido es lo que se experimenta cuando se llenan totalmente de aire los pulmones, cuando se absorbe por completo de una bocanada todo lo que podemos absorber de la realidad. ¿Cuándo fue la última vez que respiramos a fondo? ¿Que experimentamos la plenitud de comulgar con el todo?
Con frecuencia me he preguntado cuál sería la sensación más espantosa que podría soportar y he llegado a la conclusión de que era la asfixia. Los dioses griegos antiguos, que eran inmortales, podían ser castigados solo de una manera: a la asfixia eterna, a la perpetua pérdida de aliento si juraban en vano por la laguna Estigia. Era el único juramento que estaban obligados a respetar. ¡Cuán admirable es el saber de los antiguos al considerar que ningún castigo podía ser peor incluso para un dios inmortal!
Con frecuencia me he preguntado cuál sería la sensación más espantosa que podría soportar y he llegado a la conclusión de que era la asfixia. Los dioses griegos antiguos, que eran inmortales, podían ser castigados solo de una manera: a la asfixia eterna, a la perpetua pérdida de aliento si juraban en vano por la laguna Estigia. Era el único juramento que estaban obligados a respetar. ¡Cuán admirable es el saber de los antiguos al considerar que ningún castigo podía ser peor incluso para un dios inmortal!
La gente suele estar pendiente de muchas pantallas y muy raramente mira directamente las cosas. Vive en una especie de videojuego repetititvo y perpetuo. Si quieren evadirse busquen primero un lugar donde sentarse; yo recomiendo el mercadillo de los sábados en las afueras o cualquier otro lugar concurrido; entre las siete y las ocho de la tarde es una buena hora si quieren hacerlo en la ciudad: a esa hora sale toda la gente de sus trabajos y cierran las tiendas; simplemente observen, piensen, déjense llevar por la gente: su galanura, sus ilusiones, sus vestidos, sus risas. Las madres que pasean orgullosas a sus hijos, los jovencitos que charlan... El mundo se vuelve entonces terriblemente hermoso y deslumbrante. O, sencillamente, mediten. Yo les recomendaría un brevísimo pero enjundioso libro de meditación de Pablo d'Ors que no soy el único en haber disfrutado: Biografía del silencio (Siruela, 2012). Responde muchas preguntas que no tienen respuesta simplemente devolviéndonos al aquí, al ahora, a una vida real y plena que no persigue otra cosa que el mero goce de existir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario