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David Torres, Rebrote de cebollinos, en Público, 24 de junio de 2020
A nadie le gusta dar marcha atrás, y menos durante la desescalada, porque la marcha atrás supone no sólo perder terreno sino volver a empuñar el piolet y ponerse otra vez la mascarilla de oxígeno antes de encarar nuevamente al aire sutil de la alturas. Esta metáfora alpina con que se ha descrito la pandemia quizá resulte más precisa ahora, en medio de este lapso de indecisión, puesto que los montañeros expertos saben muy bien que el descenso suele ser el momento más peligroso en una escalada: cuando los nervios se relajan después de alcanzar la cumbre se producen más muertes y más accidentes. Lo dijo Rob Hall, una de las víctimas mortales de la multitudinaria tragedia de 1996 en el Everest: "Cualquiera puede subir a lo alto de esta montañita: el problema es regresar con vida de ella".
Ante la despreocupación y el cachondeo con que afrontamos la temporada veraniega, como si el Covid-19 fuese a tomar también vacaciones, tal vez deberíamos reflexionar un poco al ver que los contagios se extienden como la pólvora por el continente americano, los rebrotes asolan Irán y Corea del Sur y algunos países europeos -Alemania y Portugal- imponen nuevas restricciones ante la evidencia de los nuevos repuntes. Todo es muy raro con esta enfermedad, obligando a maniobras curiosas como la obligación de llevar mascarilla durante un paseo, incluso en mitad del campo, aunque no haya nadie más en kilómetros a la redonda, y la libertad de no llevarla mientras permaneces sentado en una terraza, reactivando la economía a fuerza de cañas. Es verdad que siempre existe peligro de contagio, aunque nadie acaba de explicar de modo convincente por qué el riesgo resulta mucho mayor si estás de pie y andando en lugar de quieto y sentado, rodeado de gente que tiene los irrefrenables vicios de respirar, toser y hablar a gritos a tres palmos de tu vaso.
Por lo visto, el Covid-19 es sensible al jabón, a la lejía y, sobre todo, al dinero, ya sea mediante el tacto de monedas y billetes o, mejor aun, a través del flujo de una tarjeta de crédito. Ayer, sin ir más lejos, hice mi primer viaje en tren en más de tres meses y en el asiento de al lado iba una mujer mientras el resto del vagón estaba prácticamente vacío. La distancia de seguridad entre nosotros era de unos diez centímetros, pero contábamos con la ventaja de que al virus no le gusta nada viajar en tren, lo mismo que no le convence atacar en terrazas, restaurantes y discotecas a tope de gente. El dinero siempre ha sido una armadura perfecta contra cualquier enfermedad y por eso se sabe que la siguiente oleada se va a cebar con los países tercermundistas y con los más pobres. Por eso también vamos a dejar que entren los turistas británicos forrados de billetes, a pesar de que, gracias a la peculiar estrategia preconizada por Boris Johnson, Gran Bretaña supera todavía ampliamente el millar de contagios diarios.
Hay un libro, mucho antes de Camus, que ya había hablado de todas estas cosas, de cómo hacer frente a una pandemia mortal y, sobre todo, de cómo no hacerle frente. Es el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que muchos lectores tienen por una crónica a pie de calle de la epidemia que azotó Londres en 1665 y 1666, causando más de cien mil víctimas, pero que en realidad se trata de una novela de no ficción montada a base de datos y registros fidedignos, ya que Defoe tenía apenas cinco años cuando sucedieron los hechos que relata y no la publicó hasta 1722. Entre los dilemas que atenazan al narrador de la novela destaca el mismo que preocupa ahora a Johnson, a Sánchez, a Trump y a cualquier mandatario con responsabilidad sobre la vida de millones de ciudadanos: elegir entre la economía y la salud, es decir, escapar de Londres dejando el negocio a la buena de Dios o encomendarse a Dios y seguir con las puertas abiertas, a ver si hay suerte y la guadaña pasa de largo. Más prodigioso aun resulta que el segundo párrafo de un libro escrito en el primer tercio del siglo XVIII diga: "En aquella época no teníamos aún diarios impresos que difundieran los rumores y noticias, y que las embelleciesen por obra de la imaginación de los hombres, como luego he visto que se hacía".
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"El día del orgullo Rey", en Público, JUNIO 26, 2020
Resulta una curiosa coincidencia que los reyes Felipe y Letizia hayan decidido empezar su gira por la España biodiversa poco antes de la celebración del Día del Orgullo Gay, paralelismo que puede dar lugar a confusiones de todo tipo, incluyendo vistosos cruces de banderas. Quizá los expertos de la Casa Real traten de enviar un mensaje con el fin de que los monárquicos de toda la vida salgan de una vez del armario y puedan expresar en voz alta su amor por la corona. Ya se sabe lo perseguidos que están los monárquicos en este país, y la monarquía no digamos, que todos los días el desayuno trae incluida una noticia sobre la terrible conspiración contra los borbones jaleada por la fiscalía suiza y la prensa extranjera. Al fin y al cabo, no hay nada malo en creer que la jefatura del Estado viene instaurada por línea hereditaria, exclusivamente a través de genes masculinos, como creen muchos otros ciudadanos europeos, asiáticos y africanos desde que el mundo es mundo y la Tierra plana, otra creencia que últimamente también cuenta con un montón de adeptos.
En su visita a Mallorca, los reyes recibieron a diversos colectivos, empezando por el gremio hotelero, con lo que el protocolo se fue transformando en un control de daños en medio de una zona catastrófica. La idea es animar a los turistas reacios a regresar al archipiélago balear, epicentro de las vacaciones de la familia real española desde mucho tiempo atrás, aunque teniendo en cuenta el riesgo implícito en el turismo británico y la facilidad de contagio en los aviones, a lo mejor no resulta tan buena idea. En su baño de masas en el paseo del Arenal los reyes fueron a cara descubierta, sin mascarilla, para que la gente pudiera reconocerlos aunque fuese de lejos, sin confundirlos con el séquito ni los guardaespaldas, y para demostrarle al coronavirus que la corona estaba primero.
Mallorca y los reyes también aparecían, hace poco más de una semana, a toda página en el principal periódico británico, The Times, donde el corresponsal inglés definía a la familia real española como "un clan" y abría su reportaje con el cinematográfico titular "Sexo, mentiras y cuentas bancarias suizas". Los lectores ingleses podían deleitar su vista entre cacerías de elefantes, regatas con jeques árabes, cuentas multimillonarias en el extranjero, comisiones sin tributo fiscal, cuernos multinacionales y una amante de alquiler con apellido filosófico que denuncia una campaña de acoso contra ella y sus hijos llevada a cabo por los servicios secretos y azuzada por la Casa Real española. Y no salió lo del medio millón de euros de la luna de miel de Felipe y Letizia pagada en dinero negro porque la noticia saltó esta semana, una lástima.
Es imposible que los british, acostumbrados a los sosos escándalos palaciegos y los rutinarios vaivenes de la monarquía inglesa, se resistan a semejante anzuelo. No hay color. De hecho, no nos extrañaría lo más mínimo que muchos de ellos renuncien a la nacionalidad británica y reclamen la ciudadanía española en un Brexin por las bravas. Al emplear la corona española de reclamo turístico, podía aprovecharse también la figura del rey emérito, que no saben ya qué hacer con él, y utilizarlo como monumento histórico de visita obligada, al estilo del marqués de Leguineche al final de Patrimonio nacional, sentado en una sala del palacio para que los extranjeros le hagan fotos y contemplen cómo disfruta de la vida un auténtico monarca. Con mucho orgullo, qué pasa.
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El cocodrilo, el Rey y otras cosas de no creer, Público, 10 de junio de 2020
Hay que reconocer que nos está quedando un año la mar de raro, un año apocalíptico en todos los sentidos del término, aunque también es cierto que la cosa ya venía de antiguo. Probablemente el motivo por el que muchos escritores hemos abandonado la ficción y nos dedicamos a escribir sobre la realidad es el mismo por el cual la realidad ha perdido su pátina habitual de tedio y rutina para dedicarse a escribir novelas. Hoy, por ejemplo, iba en el metro y veía a toda la gente en el vagón con la cara tapada con mascarillas, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo para ir a atracar un banco, cuando lo habitual es que el banco desvalije a la gente sin desplazamientos ni embozos ni pretextos de ningún tipo. Nos mirábamos unos a otros intentando reconocernos desde algún rincón del pasado, como concubinas perdidas en un harén subterráneo o más bien como niños jugando a indios y vaqueros en un túnel del tiempo donde no quedaba ya un solo indio.
Vivir en medio de la era del coronavirus es igual que tomar parte en una película fantástica cuyo decorado es el mundo entero, salvo para Casado, Abascal y otros conspiranocios que todavía creen que la pandemia la inventaron entre Sánchez e Iglesias en un laboratorio chino con la ayuda del lobby feminista y la intención de desestabilizar el orden mundial, dar un golpe de estado contra el capitalismo y proclamar una dictadura universal comunista con capital en Caracas. No son los únicos que lo creen, porque además hay gente que les vota. Estos días abres el periódico y te salta a los ojos la tontería más grande que te quepa imaginar, noticias del estilo de Javier Maroto diciendo que las residencias de ancianos son competencia directa del gobierno, que el 8-M era contagioso (ahí está él para demostrarlo) y que por eso se casó con su novio en diferido y dentro de un armario en Sotosalbos.
Aun así, día a día, la realidad se empeña en subir las apuestas a base de titulares completamente inverosímiles, el penúltimo de ellos, el del cocodrilo que tiene acojonado a Valladolid, con los diarios locales trasvasados a un tebeo de Tarzán y la guardia civil rastreando la confluencia del Duero y el Pisuerga. Tenía que ser precisamente en Valladolid, donde hace unos años había un alcalde, León de la Riva, que por sus comentarios machistas, homófobos y racistas, parecía haber salido de la misma charca que el cocodrilo. Entre el murciélago de Wuhan y el cocodrilo de Valladolid, la fauna del mundo entero no para de desmadrarse, ocupando portadas y saltando a las calles desde selvas, bosques, reservas naturales y documentales de la 2.
No menos inverosímil y no menos cocodrilo resulta la noticia de que la Fiscalía Anticorrupción podría iniciar diligencias para aclarar el tremendo lío fiscal del rey emérito y las acusaciones de cohecho por las comisiones del tren de alta velocidad en Arabia Saudí. Diligencias, un término muy adecuado para la justicia española, la cual, en relación a los borbones, viaja unas veces en calesa y otras en parihuelas. Han tardado lo suyo, aunque no tanto como la justicia sueca, que acaba de anunciar que próximamente va a resolver el asesinato de Olof Palme con 34 años de retraso. La globalización aplicada a la corona española viene a corroborar la velocidad de transmisión de un virus desde China: una investigación en Suiza puede terminar con un exilio en la Repúbica Dominicana. Sin embargo, conociendo el percal, lo más probable es que don Juan Carlos haga como Manolo Gómez Bur en aquella película en que, acusado de un crimen, prefería que le aplicasen un artículo de un código penal de la Edad Media: "El exilio, si pudiera ser a Zamora, es que tengo familia".
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La conjura contra los negros de América David Torres, 8 de junio de 2020
Decía Monterroso que los enanos disponen de una especie de sexto sentido que les permite reconocerse al primer golpe de vista. Algo similar sucede con los negros en los Estados Unidos, con el agravante de que, además de ellos mismos, los reconocen todos los demás. Los judíos o los armenios, por citar dos grupos étnicos de los muchos que proliferan en la tierra de las oportunidades, pueden confundirse más o menos en medio de la gran masa blanca dominante, mientras que los negros tienen el inconveniente de que, por culpa del color oscuro de su piel, no hay manera de verlos. Por algo Ralph Ellison, uno de los grandes novelistas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, tituló así la tragedia del afroamericano en un país hecho exclusivamente para blancos: El hombre invisible.
En un país que, en sintonía con la Revolución Francesa, enarbolaba la igualdad como una de sus señas de identidad al tiempo que establecía su hegemonía desde la esclavitud y el genocidio de pueblos enteros, el racismo siempre ha sido un tema candente. Todos los seres humanos nacen libres e iguales salvo negros, indios y demás ralea, por no hablar de las mujeres, que ésas nunca han importado un pimiento. Estos días he visto unos cuantos capítulos de La conjura contra América, la teleserie de David Simon basada en la novela homónima de Philip Roth, una ucronía que narra lo que habría podido suceder si el famoso aviador Charles Lindbergh hubiera llegado a la Casa Blanca, destronando al presidente Roosevelt. Según el mundo alternativo imaginado por Roth, las simpatías nazis de Lindbergh habrían provocado que Estados Unidos permaneciera neutral en la Segunda Guerra Mundial y la aprobación de leyes de segregación racial en todo el territorio.
De este modo, la familia judía de la ficción contempla impotente cómo la tratan a patadas en los restaurantes o la expulsan sin miramientos de un hotel en Washington. Lo que resulta verdaderamente ridículo en la ucronía de Roth, y también en la adaptación de Simon, es que la segregación racial funcionaba a toda máquina desde hacía décadas en los Estados Unidos gracias a las llamadas "leyes Jim Craw", las cuales se aplicaban con toda severidad a los ciudadanos de raza negra en los estados sureños. Más aun, fueron los legisladores nazis quienes se inspiraron en las leyes de segregación norteamericanas, como ha demostrado el historiador James Q. Whitman en Hitler’s American Model, the United States and the Making of Nazi Race Law. Ni la policía ni la justicia ni la sociedad estadounidense necesitaba la coartada de Charles Lindbergh para actuar al estilo de la Gestapo: lo que ocurre es que lo hacían exclusivamente con los negros, no con los judíos. Cómo es que un escritor tan perspicaz como Roth pasó por alto este desliz no puede achacarse sólo a un exceso de militancia sionista. Cuando Ralph Ellison hablaba del "hombre invisible", sabía bien lo que estaba diciendo.
Mucho más imaginativa, aterradora y compleja que La conjura contra América es la ucronía imaginada por Philip K. Dick en El hombre en el castillo, que acaba de conocer una adaptación televisiva bastante curiosa, aunque no alcanza ni de lejos la profundidad abisal del libro. En la novela de Dick, las potencias del Eje han ganado la Segunda Guerra Mundial y los Estados Unidos han sido divididos en dos grandes zonas de influencia: la Costa Este, bajo el dominio del Tercer Reich, y la costa Oeste, una provincia del imperio del Sol Naciente. En medio hay una especie de tierra de nadie donde, entre los grupos de resistencia de las Montañas Rocosas, descuella un movimiento negro de ideología comunista.
Lo más inquietante de todo es que, en ese mundo donde el fascismo ha triunfado, circula un libro clandestino, La langosta se ha posado, que narra una historia alternativa en la que los aliados ganaron la guerra, aunque no exactamente del modo que conocemos. Un día un anciano japonés sufre un mareo en un banco del parque y ve alzarse el puente el Golden Gate en una escalofriante realidad alternativa donde Japón ha sido derrotado. Con Dick nunca se sabe dónde la realidad pierde pie y dónde el sueño cambia a pesadilla. En su visión de un mundo dominado por la cruz gamada, África aparece devastada por la explotación colonial, los nazis se han lanzado a la carrera espacial y la sociedad vive hechizada por la televisión, el consumismo masivo y la proliferación del plástico. ¿Da miedo, verdad?3 de junio de 2020
La novela histórica siempre me ha parecido un género de una dificultad terrible, quizá por eso no lo he cultivado más que una vez, en un libro donde a cada momento tenía que recordar que Odiseo no podía fumarse un pitillo ni Penélope ponerse a hablar por teléfono. Más difícil aun que sortear los anacronismos materiales era intentar adaptarme a los mecanismos mentales de otra época, recordando que conceptos como privacidad o pederastia no tenían mucho qué hacer en el mundo homérico. Por eso me sorprende que amigos como Alfonso Mateo-Sagasta o Javier Lorenzo se muevan tranquilamente entre espadas, jubones y castillos, como si escribieran a caballo, con peto, armadura y cota de malla. Lorenzo, por cierto, acaba de publicar El caballero verde, la historia de un noble aragonés del siglo XII que combatió en las cruzadas y que llegó a disputar una partida de ajedrez con Saladino.
En uno de los pocos consejos gratuitos que dio alguna vez, Dalí dijo a los pintores que no se esforzaran por parecer modernos, o sea, contemporáneos, que aunque pretendieran ocultarlo era lo único que nunca iban a dejar de ser. No obstante, sospecho que la facilidad con que ciertos colegas escritores se lanzan a novelar epopeyas del pasado proviene de la propia sustancia de un país que cada año que pasa retrocede décadas en un ejercicio de malabarismo histórico que evoca el pregón del alcalde en Amanece que no es poco: "Venga, todo el mundo a hacer flashback". Recordemos que aquí hemos tenido un ministro del Interior que hablaba con la Virgen y tenía al ángel de la guarda de aparcacoches, sin olvidar tampoco que uno de los sueños húmedos de Carmona, cuando postulaba a alcalde de Madrid, era recuperar las naumaquias en el lago del Retiro, nostalgia conmovedora en un socialista de pura cepa. Galdós se pone ahora mismo con los Episodios Nacionales y termina escribiendo en cuaderna vía.
Acorde con este rejuvenecimiento institucional acelerado, a nadie le sorprende que el rey Felipe VI haya convencido a la nobleza española para que regale miles de litros de leche y aceite de oliva virgen a los pobres, un verdadero alarde de generosidad que pretende dejar por los suelos esa triste miseria de la renta mínima para familias necesitadas. Es algo normal en un país que no sólo no llegó a superar el siglo XVIII por falta de luces, sino que hace todo lo posible para regresar al XIII a marchas forzadas. Lo verdaderamente extraño es que nuestro monarca no haya aprovechado para convocar un torneo medieval con pendones y juramentos de sangre para hacer el asunto más real si cabe. Real de realeza, no de realidad, claro.
Se agradece la caridad, aunque hubiera bastado con que la corona, con la generosidad que ha demostrado siempre con sus súbditos, donara una fracción de los millones depositados en las cuentas suizas donde esos malvados fiscales extranjeros no paran de revolver sólo porque no entienden las costumbres de esta peculiar familia consagrada al arte de la regata, a la amistad con tiranos árabes y a la caza del elefante. Sin embargo, Felipe VI no ha cesado de dar ejemplo en estos duros tiempos de la pandemia: ya se lavaba las manos y mantenía la distancia social mucho antes de la llegada del coronavirus. Qué habríamos hecho sin él.
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