Casi le mata un tumor cerebral que le ha dejado con un parche en el ojo. Por Iñako Díaz Guerra "Acabé harto de ser Ray Loriga", El Mundo, 7 marzo 2019:
En los años 90 fue el novelista de una generación, casi una estrella del rock de las letras, pero logró acabar con el personaje y quedarse con el escritor. Ahora publica Sábado, domingo, su reencuentro con el primer Loriga.
Ray Loriga. Madrid, 1967. En los años 90 fue el novelista de una generación, casi una estrella del rock de las letras, pero logró acabar con el personaje y quedarse con el escritor. Ahora publica Sábado, domingo, su reencuentro con el primer Loriga.
'Sábado, domingo' parece una novela escrita por el Ray Loriga veinteañero. ¿Es un juego o la crisis de los 50?
Es una idea consciente. Se relaciona con Lo peor de todo, mi primera novela, que escribí hace 27 años. Hay una causa meramente personal, que espero que al lector le interese: quería ver si todavía tenía esa voz o la había perdido. Hablando de fútbol, quería ver, llevando unos zapatos puestos, si me quedaba algún regate de aquellos que alguna vez tuve o si había perdido el toque ya del todo. He hecho otras cosas en estos años con las que estoy medianamente contento, pero me apetecía ver si aquella voz todavía existía. Y, luego, hay otro motivo que tiene que ver, este sí, con la propia historia. Es una historia partida en dos voces con un lapso temporal de veintitantos años entre medias y la narración requería esa voz juvenil. No me sentía del todo bien escribiendo otra vez como ya escribí entonces, pero sí me apetecía contrastar esa voz con la actual y observar esa distancia en mí como escritor.
La adolescencia es una época que nos parece principio y fin de todo cuando la vivimos, pero tendemos a despreciar cuando maduramos. ¿Cómo ha sido volver a ella?
Sí, cuando la dejamos atrás la tratamos como un borrador de la vida, un simple bosquejo. Decía Peter Handke que el tiempo sagrado es el de la infancia. Me gusta mucho esa expresión y estoy de acuerdo. De niño, estás tomando las distancias de las cosas literalmente, como en Barrio Sésamo: lejos y cerca, blanco y negro, frío y caliente, buen y mal humor... En la adolescencia te sientes el capitán de una aventura, pero, vista unos años después, te pareces el grumete de la nada. Una sucesión de torpezas, errores e imposturas. Ese empeño en demostrar lo hombres que somos, con unas opiniones de una solidez bochornosa... Todos esos ridículos propios de la adolescencia forman un territorio que me parecía bonito volver a visitar.
El libro plantea que, por más que intentemos ignorarla, la adolescencia nos deja marcas indelebles.
Sí, porque son las primeras veces que pones a prueba tus capacidades en choque con la vida real. Empiezas a salir de la familia como círculo máximo de conocimiento y amparo y, con unas capacidades que tú crees que tienes, te empiezas a chocar con la vida, las emociones, los sentimientos y tus propias limitaciones. Lo que tú decías antes se ve hasta en las fotos: uno no siente la misma vergüenza viéndose con 5 o 6 años, que siempre pareces encantador, que viéndote con los peinados ridículos y la moda absurda que te tocó con 16. Y a mí me tocaron los 80, que era una moda especialmente jodida. Hasta la música que me fascinaba acabó por parecerme muchas veces insoportable. Quería volver a mirar todo eso sin ira y dándole su valor.
Uno de tus hijos está en plena adolescencia y el otro la pasó hace poco, ¿has notado muchas diferencias generacionales?
Distintas vías, mismos problemas. En redes están pasando las mismas cosas que antes pasaban en directo. Ellos lo llaman bullying y nosotros los llamábamos abusones, pero te pegaban las mismas hostias. Ahora muchas de esas hostias son emocionales en vez de físicas, pero igual de dolorosas. Esos vacíos a los chicos y chicas que nadie mete en su grupo de WhatsApp o acepta en Facebook, o la humillación en redes. Es la misma mierda en otro envase. No creo que la experiencia de la adolescencia haya variado en lo esencial. Y los padres, ni antes ni ahora, sabemos casi nada. En el colegio, que era nuestra cárcel, había una ley sagrada que era nunca hablar ni con los adultos. Podían pasar cosas tremendas y se normalizaban. A nadie se le ocurría entonces que pudieras ir a un psicólogo o, al menos, quejarte a un profesor o en casa. Era sálvese quien pueda. Por eso en la novela muestro cómo todo eso te hace, simultáneamente, la piel muy dura y a ti muy cínico y muy cobarde, porque con tal de que no te peguen, miras hacia otro lado. Es una etapa en la que rara vez levantas la voz contra la injusticia por muy flagrante que sea. Sólo escurres el bulto, que es a lo que íbamos al colegio. Todo eso te marca una herida en el carácter que arrastras siempre.
¿Qué herida arrastraste tú?
Me he acordado de algunas cosas al escribir. De algún chaval del colegio al que se ponía de moda reírse de él, meterle la cabeza en el váter y hacerle todo tipo de putadas. Veías que iba cayendo en una depresión profunda y tú lo más que hacías era no participar activamente en aquello, pero tampoco salías en su defensa. No eras capaz de enfrentarte a la masa, que en esa edad lo domina todo. Ahora te das cuenta de que has cometido una omisión de auxilio, que es un delito ético y legal. A esa edad eso no lo sabes, pero sí sabes que es pura cobardía.
¿Cómo lleva hacer promoción de sus libros un apologeta de la soledad como tú?
Bien... porque lo llevo haciendo 27 años. Es raro, porque es lo contrario al trabajo real, que es soledad y silencio. Se lee y se escribe así. Esto es todo lo contrario. Por un lado está bien, porque al menos me pongo de pie un rato y, ya que me paso todo el día sentado y no hago nada de ejercicio, al menos me estiro, que voy a acabar con el culo así de gordo. Son muchos viajes, muchos aeropuertos... pero lo comparas con la otra opción, que es que nadie te haga ni puto caso, y no te puedes quejar.
¿Te gusta tanto la soledad porque te permite escribir o te gusta tanto escribir porque te permite estar solo?
Pues lo pienso a veces, si es causa o efecto. Está claro que si te gusta mucho leer, ya empiezas a ser un niño más solitario. Primero, te quedas leyendo en vez de salir a jugar y, más tarde, en vez de salir por la noche. Aunque yo he salido mucho por las noches, más de lo que mi cuerpo ha aguantado, pero siempre he tenido muchos ratos de reclusión. Si no te llevas bien con la soledad es imposible ser escritor. No quiere decir que no seamos sociales, pero el 90 por ciento de tu existencia transcurre en soledad y o estás a gusto así o es imposible.
Pero cuando te fuiste a vivir a Nueva York, a finales del siglo pasado, para perderte del mundo sí fue una decisión vital y no laboral.
Sí, eso fue una decisión racional de alejarme, no tanto de los demás, sino de mi propia imagen. De pronto, llegar a una ciudad como Nueva York en la que no te conoce ni Cristo y si te quedas quieto te pisan, para mí era necesario y agradable.
Aquí llegamos al tópico, pero tópico cierto: Ray Loriga, el novelista estrella del rock. En los 90, para los jóvenes, esa era la liga en la que jugabas.
Sí, es una figura de escritor que en España no ha dado mucho. En otros países es más habitual. Hay un Martin Amis, un Irvine Welsh, un Bernard Levy... O, incluso, el escritor socialite, a lo Truman Capote. El escritor como figura pública y social en España no era muy común. Cuando yo era pequeño, estaban Cela y Umbral, que salían en la tele, pero era otra cosa. Yo me vi en una corriente generacional en la que te leías un libro mío e ibas a un concierto de Los Planetas. Esa era más mi liga que otros escritores. Fue un fenómeno extraño que la gente pudiera juntar mis libros con un disco que le gustase e, incluso, con una moda. Se creó una marea generacional, de modos de vivir. Y, desde luego, no fue un fenómeno planeado por un chaval de 22 años. Simplemente, funcionó. Con estos éxitos repentinos y generacionales siempre se habla de operaciones de márketing y tal, pero son cosas que no se pueden diseñar. Suceden por accidente, porque si fuera tan fácil todas estas empresas editoriales o discográficas lo harían cada año. El éxito no es previsible.
Han pasado casi 30 años de lo tuyo y seguimos viendo esas sospechas en fenómenos como el de Rosalía...
Salvando las distancias, porque Rosalía tiene mucho más éxito del que yo tuve nunca, pero es eso. ¿Cuántas discográficas han querido un éxito así y lo han probado con las mil de Operación Triunfo mezclando flamenco fusión, pop-rock y bases? Si miras los ingredientes, parece que todas las ensaladas son iguales, pero resulta que no todas son Rosalía. Si lo pudieran repetir, lo harían de serie y no lo consiguen.
Bien, una vez que hemos cumplido con el requisito de hablar de Rosalía, volvamos a lo que estábamos: tu huida de aquel éxito.
Acabé harto de ser aquel Ray Loriga y lo que suponía. Yo en aquella época salía mucho, tenía un hijo y quería alejarme de todo eso y volver a lo mío, que era escribir. Nunca quise ser un personaje, sólo un escritor. Me pasaba como a los humoristas, que se espera que sean graciosos todo el rato. "Oiga, que yo cobro por esto: hago mi show y cuando llego a casa igual veo una de Bergman y me deprimo". Hubo un momento en aquella época en que pasé de ser el que hace cola para entrar en las discotecas a que aparten a los demás para que tú entres. Es una sensación muy rara, y el que lo haya vivido y lo niegue es un hipócrita. No es natural ni normal. En vez de pedir las copas, te las traen sin parar a la mesa. Todo alrededor es raro y con la juventud se te puede ir la pinza. Te diviertes un mes y medio o dos, pero cuando empiezas a desbarrar tienes que frenar y recordarte que tú estabas allí para hacer literatura. Es un poco lo que siempre se dice de los futbolistas, que no están preparados para tener tanto éxito tan jóvenes. A nosotros nos salva una cosa: el dinero (risas). No ganamos esas millonadas y no te puedes dejar ir mucho, pero ellos, con tres Ferraris en el garaje y pagadas su casa y las de toda su familia, ¿cómo no se les va a ir la cabeza? Poco se les va. A mí me pones con 52 años y todo lo que ellos tienen y vuelvo a perder la cabeza. El caso es que me largué escapando de todo esto.
En estas profesiones siempre te dicen que si desapareces, es para siempre. ¿Tuviste ese miedo?
Me lo decían todos los que me rodeaban en aquella época: "Como te vayas, cuando vuelvas ya te habrá olvidado todo el mundo". No sucedió y si hubiese sucedido, pues muy bien. Al fin y al cabo me iba huyendo de aquella fama.
Eres muy futbolero, madridista en concreto. ¿Por qué el fútbol siempre está bajo sospecha en el plano cultural?
Yo he escrito de fútbol en Marca, AS, El Mundo, El País... Me encanta el deporte. El boxeo, el atletismo, la natación, hasta el curling. Soy un fanático del patinaje artístico. Debí ser de las primeras personas que hablo en los medios de este país de que había un tal Javier Fernández que era la hostia. Me miraban como si fuera un snob. Cuando vivía en Nueva York, iba al Yankee Stadium a ver béisbol con mi gorra y todo. En el periodismo deportivo se escribe muy bien. Cuando era muy joven, tuve la suerte de contactar en seguida con un núcleo de escritores muy futboleros, como Vázquez Montalbán o Javier Marías. Con Javier, que es muy amigo mío, de lo que más hablamos es de fútbol. Salimos a comprar libros y estamos todo el día con el Madrid. Tenemos otros amigos a los que no les gusta, como en cualquier profesión, pero nunca ha sido un anatema. Yo creo que es un prejuicio que se venció y volvió. No sé si es por Podemos, que todo lo que se identifica con deporte de masas es malísimo, poco intelectual... Llegaron otra vez las élites estajanovistas y empezaron a pensar que todo lo que es popular es malo, el opio del pueblo y todas esas gilipolleces. Lo que no deja de ser curioso pues ellos nacieron de un evento popular en una plaza.
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