De Tomasini, en Quora:
Yo siempre desconfío de las ideologías. No porque me crea más listo que Marx, Adam Smith o el vecino del quinto que vota lo mismo desde que Franco era un chaval, sino porque he comprobado que, en sí mismas, las ideologías son como las navajas suizas: ni buenas ni malas… hasta que alguien decide abrir la hoja equivocada.
De niño, mientras otros recitaban el catecismo, yo estaba ocupado en sobrevivir al puré con huesos que me servían en el comedor. Aquello sí era ideología: la ideología de la mala cocina. Y, como toda ideología, estaba sostenida por una comunidad de fieles que decían: “cómetelo, que alimenta”. Igualito que cuando los políticos nos sirven leyes frías y nos obligan a tragarlas con sonrisa.
Dato curioso: el término ideología fue inventado en 1796 por Destutt de Tracy, un francés que quería crear una ciencia de las ideas. Acabó siendo insulto: Napoleón llamó a los ideólogos “charlatanes inútiles”. Yo no sé tú, pero me siento identificado. De hecho, si me hubieran dado un euro cada vez que alguien me llama “ideólogo de pacotilla” por escribir en internet, ya tendría para pagar una ronda de Coca-Colas (sí, mi droga legal más peligrosa).
Lo divertido es que las ideologías funcionan como ropa de segunda mano: a algunos les queda bien, a otros les aprieta, y siempre hay alguien que se la pone solo para aparentar. Yo, por ejemplo, nunca me sentí cómodo en ninguno de los tres disfraces más comunes: ateo, comunista, anarquista. No porque no respete a quienes los usan, sino porque no me gusta que me clasifiquen como si fuera un Pokémon. ¿Qué sigue? ¿Que me lancen una Pokéball en el metro con el grito de “¡socialdemócrata, te elijo a ti!”?
La cuestión es que las ideologías son como los paraguas. Si las coges en el momento justo, te salvan de la tormenta. Pero si sigues llevándolas abiertas cuando ya salió el sol, lo único que logras es parecer idiota. Lo mismo pasa con el nacionalismo, el feminismo, el liberalismo o el madridismo: depende de cuándo y cómo lo uses. Y cuidado, porque algunos han terminado en guerras, hogueras y tertulias de televisión (que, para mí, es la peor forma de violencia).
En mi historia, nunca fue un manifiesto el que me salvó, sino pequeños actos prácticos: la tía que me acogió a regañadientes, el amigo que me prestó un sofá, la psicóloga que fingía que entendía mis cartas interminables. Ellos no me recitaron a Bakunin ni a Ayn Rand: me dieron techo, pan y, a veces, paciencia. Y eso me enseñó que, más allá de las ideologías, la supervivencia depende de gestos concretos.
En sí mismas las ideologías no son ni buenas ni malas: son como cuchillos, mariposas o suegras. Todo depende de en qué momento decidas sacarlas a pasear. Lo malo es que siempre habrá alguien que, por llevar la contraria, intente cortar filetes con el borde romo o cazar mariposas con un martillo.
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