Tengo otros heterónimos, pero el autor de este Diario se llamará Endriago, el monstruo contra el que se las tuvo tiesas Amadís de Gaula; todos somos un poco fieras corrupias si nos miramos desde las alturas de los ideales que nos proponemos; no lo soy yo menos y acaso lo soy más, porque siempre he tenido ambiciones un poco desmedradas, absurdas y nada prácticas, relacionadas casi siempre con el conocimiento abstracto en su forma más indirecta, como conocimiento libresco; he sido, y sigo siendo para mi desgracia, la víctima de una incurable e inagotable curiosidad por cosas más lejanas que las que tengo a mi alcance. Esa es mi cruz; estar metido siempre en mi mismo con escafandra, o en algún ignoto océano del universo investigando Dios sabe qué abisales criaturas
Pierdo la vida trabajando como profesor de lengua y literatura en un instituto de enseñanzas medias, inmolado sobre el ara mesetaria de un pueblo manchego, en esta cosa informe llamada España. Además, soy escritor e investigador, abundante en erudiciones inútiles; rebusco en la historia pasada con la vaga, quién sabe si ya perdida esperanza de entender la historia presente o la de mí mismo, no menos complicada de desembrollar, pues mucho me ha pasado por encima dejando pesada huella de sí. Si los arqueólogos sienten interés por las piedras de las ruinas, también algo de memoria se ha quedado en mis huesos.
En este blog sembraré (es una intención) al buen tuntún mis reflexiones a la manera de Montaigne, un uróboro francés que se tenía a sí mismo como manjar literario. Iré dejando por ahí nidos biográficos, reflexiones caídas de la actualidad, críticas literarias y cinematográficas, diálogos, poemas, ensayos, sátiras, refritos, alegatos, diatribas o lo que sea. Aviso de que no tengo pelos en la lengua y de que mi sentido del humor es bastante negro.
Nací en Úbeda, provincia de Jaén; mis primeros recuerdos son confusos, quizá de los tres años, que es cuando se empieza a tener conciencia ordenada de uno mismo. En el primero me contemplo en el peldaño de una escalera perplejo y a gatas, sin subir ni bajar, como un desconcertado bebé gallego nacido en el Tibet cazorleño. Otra estampa que recuerdo, sin duda posterior, es mi ira ante un sombrero de paja que me hacían portar cuando me llevaban sentado en un cochecito de niño; me picaba en el cogote y lo cogí y arrojé con furia al suelo. En una blanquigris instantánea aparezco como el gordito, feliz y sentado propietario de una pelota de balompata, nada consciente de que el fotógrafo, por entonces una criatura jorobada y arácnida, me iba a hacer pasar a los anales de la insignificancia.
Mi padre fue un hombre severo, de nombre Ángel; nunca le oí reír; si llevaba mensajes del Altísimo, debían ser bastante deprimentes. Llegué a cogerle una tirria edípica y profunda, que sin embargo nunca es verdadera en ningún hijo. El hecho es que tenía algunas virtudes poco comunes: era trabajador y se sentía orgulloso de que sus hijos fueran mejores que él; siempre nos dijo que en su casa podríamos tener mesa y cama. Respetaba los libros y la cultura, a pesar de que nunca podía llegar al segundo párrafo de un libro sin quedarse profundamente dormido y de que no compró sino una ambiciosa enciclopedia que nunca llegó a hojear. Durante un tiempo anduvo en una peña de ajedrez, pero lo que realmente le gustaba era el campo; era un campesino nato y también un delineante frustrado. El abanico de sus lecturas era por extremo reducido: fuera de la caligrafía, el dibujo, la agricultura y la construcción, sólo sentía una gran curiosidad por las guerras, cualesquiera que fuesen; casi todos los libros que compró tenían esa temática; anduvo un tiempo leyendo una biografía de Franco, pese a que él era socialista, como su padre, mi abuelo, del que también hablaré en alguna ocasión. Solía hablar de su larga mili de tres años después de la Guerra Civil, extendida por el temor de que hubiera una invasión de Francia. Los chusqueros de entonces llamaban a sus soldados mujerzuelas y apenas les daban de comer. Mi padre era uno de los hijos trabajadores de una familia numerosa; cuando los hijos más queridos se iban de fiesta, él ganaba algunos patacones, las monedas de diez céntimos de peseta de la época, vendiendo garbanzos tostados en un puesto o cuidando un melonar; eso le hizo un resentido, pues el dinero que ganaba lo daba su madre a sus hermanos para que se fueran de juerga. Esas miserias afectivas le hicieron un hombre agrio, y ese desapego y frialdad pasó a mí, su hijo pequeño, entristeciéndome y deprimiéndome, como herencia de deudas más que de riquezas. Creo yo que no era algo voluntario, pero esa actitud dejó en mí una huella dura, un talante descontentadizo y sediento, junto a la índole psicótica de mi madre, marcada por una serie de tragedias familiares.
Pierdo la vida trabajando como profesor de lengua y literatura en un instituto de enseñanzas medias, inmolado sobre el ara mesetaria de un pueblo manchego, en esta cosa informe llamada España. Además, soy escritor e investigador, abundante en erudiciones inútiles; rebusco en la historia pasada con la vaga, quién sabe si ya perdida esperanza de entender la historia presente o la de mí mismo, no menos complicada de desembrollar, pues mucho me ha pasado por encima dejando pesada huella de sí. Si los arqueólogos sienten interés por las piedras de las ruinas, también algo de memoria se ha quedado en mis huesos.
En este blog sembraré (es una intención) al buen tuntún mis reflexiones a la manera de Montaigne, un uróboro francés que se tenía a sí mismo como manjar literario. Iré dejando por ahí nidos biográficos, reflexiones caídas de la actualidad, críticas literarias y cinematográficas, diálogos, poemas, ensayos, sátiras, refritos, alegatos, diatribas o lo que sea. Aviso de que no tengo pelos en la lengua y de que mi sentido del humor es bastante negro.
Nací en Úbeda, provincia de Jaén; mis primeros recuerdos son confusos, quizá de los tres años, que es cuando se empieza a tener conciencia ordenada de uno mismo. En el primero me contemplo en el peldaño de una escalera perplejo y a gatas, sin subir ni bajar, como un desconcertado bebé gallego nacido en el Tibet cazorleño. Otra estampa que recuerdo, sin duda posterior, es mi ira ante un sombrero de paja que me hacían portar cuando me llevaban sentado en un cochecito de niño; me picaba en el cogote y lo cogí y arrojé con furia al suelo. En una blanquigris instantánea aparezco como el gordito, feliz y sentado propietario de una pelota de balompata, nada consciente de que el fotógrafo, por entonces una criatura jorobada y arácnida, me iba a hacer pasar a los anales de la insignificancia.
Mi padre fue un hombre severo, de nombre Ángel; nunca le oí reír; si llevaba mensajes del Altísimo, debían ser bastante deprimentes. Llegué a cogerle una tirria edípica y profunda, que sin embargo nunca es verdadera en ningún hijo. El hecho es que tenía algunas virtudes poco comunes: era trabajador y se sentía orgulloso de que sus hijos fueran mejores que él; siempre nos dijo que en su casa podríamos tener mesa y cama. Respetaba los libros y la cultura, a pesar de que nunca podía llegar al segundo párrafo de un libro sin quedarse profundamente dormido y de que no compró sino una ambiciosa enciclopedia que nunca llegó a hojear. Durante un tiempo anduvo en una peña de ajedrez, pero lo que realmente le gustaba era el campo; era un campesino nato y también un delineante frustrado. El abanico de sus lecturas era por extremo reducido: fuera de la caligrafía, el dibujo, la agricultura y la construcción, sólo sentía una gran curiosidad por las guerras, cualesquiera que fuesen; casi todos los libros que compró tenían esa temática; anduvo un tiempo leyendo una biografía de Franco, pese a que él era socialista, como su padre, mi abuelo, del que también hablaré en alguna ocasión. Solía hablar de su larga mili de tres años después de la Guerra Civil, extendida por el temor de que hubiera una invasión de Francia. Los chusqueros de entonces llamaban a sus soldados mujerzuelas y apenas les daban de comer. Mi padre era uno de los hijos trabajadores de una familia numerosa; cuando los hijos más queridos se iban de fiesta, él ganaba algunos patacones, las monedas de diez céntimos de peseta de la época, vendiendo garbanzos tostados en un puesto o cuidando un melonar; eso le hizo un resentido, pues el dinero que ganaba lo daba su madre a sus hermanos para que se fueran de juerga. Esas miserias afectivas le hicieron un hombre agrio, y ese desapego y frialdad pasó a mí, su hijo pequeño, entristeciéndome y deprimiéndome, como herencia de deudas más que de riquezas. Creo yo que no era algo voluntario, pero esa actitud dejó en mí una huella dura, un talante descontentadizo y sediento, junto a la índole psicótica de mi madre, marcada por una serie de tragedias familiares.
Lo más interesante de mi padre eran sus manos; eran unas manos aradas por todo tipo de arrugas; los numerosos arañazos tenían que esforzarse por penetrar en la dureza de su piel; no tenía contemplaciones en amasar cemento con esas manos tan torturadas y sus uñas acabaron por volvérsele planas; el caso es que las manos de mi padre estaban tan forradas de callos por todas partes que cuando uno las estrechaba parecía que apretaba unos guantes llenos de sabañones. Si antiguamente la gente juzgaba a los hombres al darles la mano, sin duda de mi padre sacarían la sensación de habérselas con un hombre muy duro, muy responsable, muy laborioso. Pero cuando esas manos eran inspeccionadas con curiosidad por sus hijos dejaban en los mismos una admirada y confortable sensación de seguridad. Mi padre anduvo como capataz de la cuadrilla del departamento de conservación de la CTNE casi toda la provincia; siempre que había tormentas se iba a reparar los postes demolidos por el vendaval y los rayos. De joven era capaz de elevarse muchos metros para reparar postes; yo nunca lo vi, pero tengo fotos de él encaramado a un poste sobre un barranco de la sierra de Cazorla. Alguna vez me iba con él a buscar setas, y el contacto con la naturaleza y el aire limpio, y con las minúsculas deidades escondidas en las aguas, en las peñas, en las ramas y en los vientos nunca se han separado del todo de mí.
El recuerdo de mi madre es para mí doloroso; la mano se me desvía y quiere marchar por derroteros menos abruptos. Para mí fue siempre un enigma inquietante. Un crío no puede entender los cambios de conducta de una psicosis esquizofrénica, sobre todo si en tu familia te lo presentan como un misterio, dejando a medias las frases, cambiando de tema, escabulléndose con generalidades ambiguas o encerrándose en un extraño silencio; sobre todo si nadie dice qué es eso, cómo se combate, o si se ignora como si nada hubiera pasado. Todo lo que llegué a saber sobre lo que le pasaba a mi madre vino de la lectura de informes escondidos en algún cajón. mucho tiempo después de todo; eso ha creado en mí una necesidad higiénica de no mentirme nunca, de saber siempre y a toda costa la verdad, por cara que pueda costar. Todo lo que sabía ese triste y reflexivo niño que yo era fue que, cada cierto tiempo, había que marchar a Madrid a visitar un clínica donde surgía algo parecido a su madre, como una especie de zombi adormecido por los fármacos, y que en esas raras ocasiones podía ver a mi hermano, que estudiaba ingeniería de telecomunicaciones en Madrid y trabajaba al mismo tiempo en Telefónica. Ulteriormente tuve la ocasión de inspeccionar los informes psiquiátricos, que incluían informaciones verbales de mi padre; llega uno a la conclusión de que los narcoanálisis que le hacían no servían de nada, ni tampoco las curas de sueño. La frialdad emocional, característica de los esquizofrénicos, a mí me hacía polvo. Achababa el estado medio muerto de mi madre a mi padre, y alcanzaba unos niveles de odio edípico por él que puedo llamar a estas alturas de mi vida como escalofriantes. Su suicidio, a decir de los informes oficiales, no podía haberse evitado. No sé cómo llegan los jueces a semejante conclusión. Un medicamento, o la suficiente luz como para despejar la oscuridad del caos anímico pueden hacer a la vida todavía más soportable. Luego, reflexionando sobre algunas cosas que hablaba sola mi madre, he llegado a la conclusión de que tuvo conmigo una actitud derivada de haber padecido una depresión postparto cuando nadie sabía qué era eso; de algún modo eso le hizo sentir por su segundo hijo un despego que este notó.
Endriago:
ResponderEliminarExcelente entrada al mundo de los blogs. He leído sin detenerme tu mini biografía. Ángel. ¡Qué buen nombre para el hombre severo que describes como tu padre y que honras con tu excelente apología.
Estaré por aquí leyéndote.