Tengo el placer de ser muy querido a mi mujer, a mis hijas y a mi suegra, aunque todavía no sé muy bien por qué.
Tengo el placer de haber podido enseñar modestamente algo de lo que saben a grandes alumnos y alumnas, a los que toda mi vida desearé la felicidad que merecen: Raquel Nielfa, Prado Bernalte, Eustaquio, Carmen Espino, Rosana Barrajón, Estanislao Bornez y tantos otros a que no puede bastar cuenta cierta; ojalá pueda saber que les va bien, que son felices... y que me perdonan lo mucho que les hice estudiar.
Tengo el placer, gracias a mis padres, de haber podido estudiar lo que quería, a lo que debo la modesta ropa que me cubre y el sustento de mi familia.
Tengo el placer de haber vivido en Jaén, capital del Santo Reino, a la sombra de cuyos olivos y montañas crecí y conocí un territorio encantado donde pude tener algunos instantes de eso que se es cuando la infancia y dicen puede ser la felicidad.
Tengo el placer de haber disfrutado de la compañía y amistad de personas excepcionales a las que me gusta recordar; Florencio Martín Peñasco, bohemio profesor de francés, gran bodeguero y el mejor cuentista de chistes que he visto en mi vida; de doña Hortensia, profesora de Historia del Arte del Instituto Masculino, que dejó en mí la huella imborrable de su saber y amplitud de espíritu; de Javier Lumbreras, compañero profesor de filosofía perdido por la India, por Málaga y por otros vericuetos llenos de humo; de Lourdes, profesora de inglés, que marchó a Jaén; de Vicente Cano, Fernando José Carretero, Julián Martín Albo y Maximiliano Mariblanca, poetas; de Toño, en cuya casa siempre abierta tanto jugué en Jaén, cuando fui feliz; de Santi, Alfonso, Quique, Victoria, Emiliano, amigos de infancia en Puertollano; de Amunátegui el extraño y decimonónico autor de Chumineces; de Javi Trujillo, músico, de Ciudad Real; de Francisco López de Lerma, tan inteligente, con quien tantas partidas de ajedrez he jugado y tantas noches de insomnio he paseado, y su mujer y madre soltera, Toñi; de Alberto Aranda, un almagreño que habla alemán a la perfección y cada dos por tres se larga allí; de su novia, estudiante de química, Magdalena, pero que me parece estar viendo ahora mismo; de Paco Chaves, escritor raro; de Enrique Herrera Maldonado, un gran investigador del arte manchego y universal; de Daniel Eisenberg, tan generoso; de Lorea, a la que conocí en un chat cultural a las doce de la noche; de Angel Luis Panadero, con quien jugué interminables partidas de dominó y chinchón; de Marisol, Manuela, Encarna, inalcanzables novietas de otros que me brindaron su simpatía y con quienes alguna vez comí en un chino; de Félix, la persona más generosa y noble que he conocido; de Agapo, qué hombre más avispado; de Olga, a pesar de lo calculadora que es; de Marisa, con quien pudo ser y no fue; de Elena Arenas, que me brindó hospitalidad; de su exmarido José Antonio Alcaide -¿cómo dejas a tu mujer y a una hija así, José Antonio?-; de Elena, exmujer de Paco, con una hija también; de la otra Elena, profesora de matemáticas, a la que me costó trabajo entender; de Marcial, a quien compraba vino a granel o pipas casi todas las semanas y cuya historia canaria iba componiendo a trozos, conforme la iba desgranando ocasionalmente; de las cuatro Palomas que conozco, a quien nunca consigo volver a ver; de mi tío Cecilio, su mujer y sus hijas; de mis primas de Ciudad Real y sus hijos, tan guapos y majos; de mis primas de Valencia, tan guapas y simpáticas; del piloso y gruñón Juan, ebanista y propietario casi eterno del Guridi; del sindicalista y cineasta Javier Margotón; de mis primos de Madrid, tan duros y noblotes; de Manolo y su mujer Bienve y sus hijos; de la anciana señora Paca; de la pelirroja y aragonesa Gracia, ahora casada... todas el tipo de personas que gusta recordar y con quien se compartiría un agradable café en la eternidad.
Tengo el placer de haber podido enseñar modestamente algo de lo que saben a grandes alumnos y alumnas, a los que toda mi vida desearé la felicidad que merecen: Raquel Nielfa, Prado Bernalte, Eustaquio, Carmen Espino, Rosana Barrajón, Estanislao Bornez y tantos otros a que no puede bastar cuenta cierta; ojalá pueda saber que les va bien, que son felices... y que me perdonan lo mucho que les hice estudiar.
Tengo el placer, gracias a mis padres, de haber podido estudiar lo que quería, a lo que debo la modesta ropa que me cubre y el sustento de mi familia.
Tengo el placer de haber vivido en Jaén, capital del Santo Reino, a la sombra de cuyos olivos y montañas crecí y conocí un territorio encantado donde pude tener algunos instantes de eso que se es cuando la infancia y dicen puede ser la felicidad.
Tengo el placer de haber disfrutado de la compañía y amistad de personas excepcionales a las que me gusta recordar; Florencio Martín Peñasco, bohemio profesor de francés, gran bodeguero y el mejor cuentista de chistes que he visto en mi vida; de doña Hortensia, profesora de Historia del Arte del Instituto Masculino, que dejó en mí la huella imborrable de su saber y amplitud de espíritu; de Javier Lumbreras, compañero profesor de filosofía perdido por la India, por Málaga y por otros vericuetos llenos de humo; de Lourdes, profesora de inglés, que marchó a Jaén; de Vicente Cano, Fernando José Carretero, Julián Martín Albo y Maximiliano Mariblanca, poetas; de Toño, en cuya casa siempre abierta tanto jugué en Jaén, cuando fui feliz; de Santi, Alfonso, Quique, Victoria, Emiliano, amigos de infancia en Puertollano; de Amunátegui el extraño y decimonónico autor de Chumineces; de Javi Trujillo, músico, de Ciudad Real; de Francisco López de Lerma, tan inteligente, con quien tantas partidas de ajedrez he jugado y tantas noches de insomnio he paseado, y su mujer y madre soltera, Toñi; de Alberto Aranda, un almagreño que habla alemán a la perfección y cada dos por tres se larga allí; de su novia, estudiante de química, Magdalena, pero que me parece estar viendo ahora mismo; de Paco Chaves, escritor raro; de Enrique Herrera Maldonado, un gran investigador del arte manchego y universal; de Daniel Eisenberg, tan generoso; de Lorea, a la que conocí en un chat cultural a las doce de la noche; de Angel Luis Panadero, con quien jugué interminables partidas de dominó y chinchón; de Marisol, Manuela, Encarna, inalcanzables novietas de otros que me brindaron su simpatía y con quienes alguna vez comí en un chino; de Félix, la persona más generosa y noble que he conocido; de Agapo, qué hombre más avispado; de Olga, a pesar de lo calculadora que es; de Marisa, con quien pudo ser y no fue; de Elena Arenas, que me brindó hospitalidad; de su exmarido José Antonio Alcaide -¿cómo dejas a tu mujer y a una hija así, José Antonio?-; de Elena, exmujer de Paco, con una hija también; de la otra Elena, profesora de matemáticas, a la que me costó trabajo entender; de Marcial, a quien compraba vino a granel o pipas casi todas las semanas y cuya historia canaria iba componiendo a trozos, conforme la iba desgranando ocasionalmente; de las cuatro Palomas que conozco, a quien nunca consigo volver a ver; de mi tío Cecilio, su mujer y sus hijas; de mis primas de Ciudad Real y sus hijos, tan guapos y majos; de mis primas de Valencia, tan guapas y simpáticas; del piloso y gruñón Juan, ebanista y propietario casi eterno del Guridi; del sindicalista y cineasta Javier Margotón; de mis primos de Madrid, tan duros y noblotes; de Manolo y su mujer Bienve y sus hijos; de la anciana señora Paca; de la pelirroja y aragonesa Gracia, ahora casada... todas el tipo de personas que gusta recordar y con quien se compartiría un agradable café en la eternidad.
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