Ayer asistí a una conferencia inútil y pierde-tiempo programada a conveniencia de un estómago agradecido del CEP, pese a lo cual hice acto de presencia, me manifesté, como dicen de los espíritus, a pesar de que ese estómago agradecido no asistió a la presentación de mis libros. Me repugnaba y aburría tanto que estuve toda la hora aguantándome las arcadas, pues no era cosa de ensuciar un salón de actos tan bonito con una vomitona. El ponente era el Secretario de Estado de Educación, quien se dedicó a ilustrar el concepto de competencia básica y a darle vueltas continuamente liando la madeja hasta que incluso las piedras bostezaron de aburramiento. Se ve que el concepto le obsesiona, acaso, diría un psicoanalista, porque en el fondo se considera un incompetente. Este doctor en Pedagogía era, sin duda, un mal profesor; su obsesión con la modernidad es muy cómoda, porque le impide asumir una tradición pedagógica tan densa como la española y quedarse con la cáscara del pensamiento débil. No me extraña que sea un catedrático de Educación a Distancia. La cursiva ya indica lo que se puede esperar en cuanto a la aproximación a la realidad de un sujeto así. Se le notaba al hombre avergonzado de decir tantas mentiras y al mismo tiempo satisfecho de cobrar lo que cobraba. Estaba rodeado de la habitual comparsa de lameculos; el más notorio se sentó delante de él para que le viera bien, pues era el famoso trepa Lacruz, a quien recuerdo en especial por echarme de una cama de hospital para justificar papeleramente por qué me habían operado de un tumor en apariencia cancerígeno, del tamaño de una naranja y surgido del cuello en peligroso lugar. Qué fulano más asqueroso. Por supuesto, no creyó oportuno procesarme por algo que lo habría enviado a hacer puñetas, pero dejó muy a salvo su responsabilidad en tamaña cagada, no de pájaro, de buitre. Leí su libro, una especie de autoapología narcisista que podría servir de libro de texto en la asignatura de Gilipollez.
Me sentí tentado de preguntar al Secretario qué frutos había recogido de su reforma, de preguntarle por el fracaso del Estatuto del Docente, de preguntarle por qué se valora tan poco el saber en los baremos. Pero no pregunté; sentía demasiado asco, me sentía mal y tuve que ir a respirar un aire menos lleno de mentiras, mientras él se marchaba hacia algún cóctel acompañado de un Maëlstrom de lameculos, chupamindas, catarriberas y enchufados.
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