lunes, 11 de febrero de 2008

Qué sé yo

Soy un ignorante prodigiosamente bien informado. Me informo, muy bien, de que nada sé, y, sobre todo, sobre el ser humano, como bien sabía/ignoraba Luis Vives. Me informo, me reformo, me deformo y, al cabo, me conformo: no sé. ¿Y por qué no sé? No sé. ¡Qué sé yo! ¡Yo qué sé!

Quod nihil scitur. Los egipcios decían, hace unos cuatro mil años, que para saber algo era preciso preguntar no sólo al que sabía, sino al que no sabía. Quizá el saber es una humildad, como en Salomón. Hay que ser, ante todo, tan humilde y sencillo como un niño (pero de los que no han visto la televisión). El imbécil ya lo sabe todo, cree saberlo ya todo, como irónicamente decía Descartes -"todos consideran tener el juicio suficente para discernir"- y no puede saber más; como las piedras, que sólo saben su ser piedras. Soy capaz de aprender y desaprender, me adapto, pero por más que lo intento no logro adaptarme a la maldad y a la gilipollez; me revuelven los nervios. Eso en mí es una piedra. O un principio. Los gilipollas (la palabra está en el DRAE), o tontos que, encima, se sienten orgullosos de ello, se repiten con pasmosa regularidad y si es no veas qué fatigoso aguantar a un gilipollas, cuanto más a media docena o las gilipolleces que repiten continua e invariablemente los medios de difusión de los gilipollas. El cansancio derrumba ya en mí más murallas que las trompetas de Jericó. Estoy más viejo de alma que de cuerpo, más viejo que Ninópolis, más quemado que Troya, y no quiero perder más tiempo en adivinar lo que ocultan las palabras de los demás. He leído demasiado, aunque no tanto como hubiera querido, no tanto como han leído otros, y no sé nada. Nada. Amnesia in litteris, ese admirable cuento de Suskind, lo describe muy bien.

Las peores son las mujeres. Con tal de aparecer bien ante el espejo de los demás son capaces de pringar de excremento (liofilizado y esterilizado) a todo el universo mundo. Las mujeres son unas manchas o detritus, unos derelictos que nunca terminan de limpiarse. Ellas lo saben, de ahí esa obsesión por lo higiénico, por lo aséptico, por aparecer con buena reputación, por acicalarse, por parecer, más que ser, guapas. Es algo típicamente femenino: sus cuescos suenan con sordina, sus cacas las atribuyen a los demás. Les apasiona la pornografía del corazón, los sentimientos desnudos más que las carnes desnudas, la infamia y desacreditar, y bien lo vio Bergman. La violencia no física, sino psíquica: el sentimentalismo de los culebrones. La mentira es para ellas como el aire. Y, sin embargo, determinadas mujeres salvan al mundo de perecer. Unas pocas. Muy pocas. Eso es lo que salva a algunas. Y, sin embargo, siempre queda la vaga sospecha de que eso también es un tinglado montado para aparentar. Pero estoy demasiado cansado para proseguir aquí con esta idea.

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