domingo, 17 de febrero de 2008
Tener que ver
El roce del mundo nos desgasta, nos transforma en la arena del tiempo, nos hace perder la forma y hasta las formas. Los que han sufrido mucho roce con la vida suelen perder sus contornos, sus límites, su figura; se hacen a la gente indeseables. Se echan a las afueras de las ciudades, al extrarradio, a los arrabales: los viejos, los locos, los muertos, los enfermos, los basureros, los delincuentes, las prostitutas, los gitanos. Los japoneses llaman a sus marginados 'sin cara', nadie les quiere conocer, nadie quiere tener que ver con ellos; sus fantasmas son unos desconocidos 'sin cara', sin raíces, sin identidad. El roce del mundo nos hace perder sustancia; a los árboles les hace perder las hojas. La lluvia enjuga y borra las caras del polvo como unas lágrimas. La cara de El grito de Munch es la de un sin cara; se le está cayendo, se le está derritiendo como la cera. Su boca ya no es una boca, es un hoyo. Sus ojos, dos óculos o ventanucos a una oscura cámara o desván; y los de otros borrones expresionistas: son máscaras, no rostros, y las personas que las llevan son muñecos y no seres humanos. Delebles, nos desleímos, nos diluimos como los harapos de neblina en el viento. La vulgaridad es la forma del tiempo. Nos hace perder la ilusión de las ilusiones, luego la ilusión de nuestro cuerpo, por fin la ilusión de la vida y, por último, la ilusión del yo. Eso es la muerte.
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