Resulta difícil convivir con mis otros. Gracias a Dios no me hablan, sino que sólo operan con mis sentimientos; mi razón ha aprendido a desconectarse de esas emociones y a desobedecerlas, para poder cumplir mis funciones. Se proyectan en mi ánimo y en mi conciencia como en una pantalla interior que observo a distancia, pero que no me afecta más que como a un espectador. Todo lo más puedo sentir con un cierto aborrecimiento sus juegos malabares en mi conciencia. Sin embargo, eso ha supuesto un cierto coste: el suprimir las emociones en pleno ha supuesto en mí también suprimir las emociones positivas o estéticas de algunos recuerdos: mi conducta, pues, se ha robotizado y con frecuencia pasa por soberbia lo que es mero distanciamiento introvertido de mis emociones. Eso me ha convertido en una silueta del fondo del cuadro o en zombi; tal vez por eso no soy capaz de evocar cosas lejanas en el tiempo que la gente normal sí puede; para mí esos hechos y personas están a la distancia de miles de años; a veces me preocupo y pienso que pueda ser algún tipo de Alzheimer.
Uno de mis otros me pone verde continuamente y hace que me sea imposible sentir ni la más mínima satisfacción con lo que hago. Si cualquier persona siente un pequeño placer por cada pequeña cosa que logra, yo no siento nada, ni en las cosas pequeñas ni en las grandes. No siento el más mínimo orgullo. A este fantasma lo exorcizo en parte escribiendo este blog, pues así desvío su crítica sobre una pantalla blanca y en esos momentos me deja en paz. Seguramente será uno de esos demoniejos que tanto le dan la lata al padre Fortea. En realidad lo atribuyo al hecho simple de que no he recibido ni una sola palabra de elogio en mi vida por parte de mi padre. Eso desanima bastante, la verdad; te hace crecer como un huérfano sin serlo, lo que resulta incluso más cruel, puesto que no tiene sentido, es absurdo. Otro de ellos se entretiene deseando cosas imposibles, cotas inalcanzables, que se hallan más altas que la luna. Ese ansia me deforma el espíritu inflándolo y dejándolo más hueco que una pompa de jabón, pero con el tamaño del planeta. Cuando el espíritu se me adelgaza de esta manera -y sobre todo en contraste con un cuerpo tan masivo como el mío-, siento una tristeza y un desamparo cósmico tan grandes que me falta poco para... Otro es un lector compulsivo de periódicos que no se harta de darle vueltas y más vueltas a las cosas y, sobre todo, a mí mismo, como si fuese el cubo de Rubik de un autista compulsivo; remueve indicios, frases, hechos, esperanzas, temores, sueños, lecturas y facturas en un mareante rompecabezas laberíntico que no se harta de hacer intentar encajar. Uno de los más soportables es un bromista compulsivo que no se harta de sacar punta a las cosas y de coleccionar y catalogar frases venenosas; a veces se alía con el primero y entonces se vuelve temible, pues ve el mundo como a través de una radiografía y su pesimismo concentrado es difícil de aguantar.
Todos estos me tiran y aflojan, me atan de pies y manos y cierran la boca al yo que yo soy, quizá porque en el fondo no soy un yo; me ha sido socavado por distintas experiencias y mediatizaciones. ¿Soy sólo una inercia? ¿Una corriente nouménica a lo Schopenhauer? Lo que tengo es muy parecido al mal del siglo de principios del siglo XX. Abulia. Vencer la parálisis que me inducen estos otros o estos trajes que me pongo para ser alguien es arduo y, con frecuencia, para poder controlarlos, tengo que dejar escapar a alguno para poder tener quietos a los otros.
Y, en el fondo, está la silueta de mi padre. Todo lo que escribo le está dirigido, pero el padre al que escribo ya no es él, ni siquiera el que era; es otra cosa, un qué.
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