Desde que se ha convertido al Judaísmo (¡es cierto, es cierto!) mi querido e irónico Juaristi está empezando a saber tanto como uno de esos tremendos judíos multilingües de entreguerras. Desde luego, convertirse al judaísmo no es nada fácil, pues hay que aprenderse unos trescientos mandamientos, algunos sinceramente absurdos. Yo creo que con eso Juaristi quiere convertirse en un símbolo de escepticismo, al estilo Borges.
Igualitarismos
JON JUARISTI.
HENRY Kamen, discutible hispanista, acaba de publicar un ensayito sobre mito histórico e identidad nacional, Imagining Spain, donde se mete con Ortega desde el prefacio. Según Kamen, Ortega habría «ayudado a contribuir sustancialmente» (helped to contribute substantially) a los mitos sobre el siglo XVI en que se fundamenta la pretensión nacional española. Desde hace ochenta años, todo cuestionamiento de España como nación empieza soltando una coz a Ortega. Por algo será.
Cuando uno frecuenta, como es mi caso, las librerías de Belgrado, le llama la atención la relativa abundancia de traducciones de Ortega al serbocroata. Antes de las guerras que terminaron con Yugoslavia, el autor español más traducido a este idioma era Unamuno. Pero Unamuno no ayuda a entender por qué fracasan las naciones. Ortega, sí. Por eso los ex yugoslavos lo leen con avidez. Yo diría que lo leen más que los españoles y, desde luego, más que Kamen (kamen, por cierto, es «pedrusco» en serbocroata). Si Kamen hubiese leído a Ortega, sabría que éste -para decirlo con su sintaxis torturada (la de Kamen, no la de Ortega)- no ayudó en nada a contribuir a los mitos del XVI español, siglo que le parecía claramente desastroso en su último cuarto, del que arrancaba, a su juicio, el desmantelamiento del imperio. O sea, ese fenómeno que los serbios llaman «españolización» y que equivale exactamente a lo que llamamos «balcanización» por estos pagos. Para los historiadores serbios actuales, la disolución de Yugoslavia es un caso típico de «españolización».
Ortega tuvo intuiciones geniales. Frente al nacionalismo demótico de Unamuno y compañía, sostuvo que la nación no es un pacto entre iguales, sino una transacción continua y estable entre gentes diversas que suscriben un proyecto atractivo de vida en común. Lo que define a una verdadera nación no es que sus miembros sean o se sientan iguales, sino que sepan que deben contar con los demás. Que nadie, ningún individuo o grupo es autosuficiente. De la necesidad recíproca emana el pacto. Por supuesto, la isonomía, la igualdad de todos ante la ley, parece una condición necesaria en todo proyecto nacional desde las primeras revoluciones políticas de la modernidad. Pero la isonomía no implica igualitarismo, extensión del requisito igualitario a esferas distintas de la jurídico-política. La nación está compuesta por sujetos complementarios, no idénticos.
A la nación se opone, en el pensamiento de Ortega, el particularismo. Cada vez que un grupo identifica su interés particular con el interés común, cada vez que un grupo cree representar a la nación entera, el vínculo nacional desaparece, y con él la nación, que no es más que la mutua dependencia de partidos, regiones, clases y estamentos profesionales comprometidos en la realización del proyecto. Ortega descubrió en la España de su tiempo un particularismo socializado que afectaba a todos los grupos e instituciones: al Ejército, a la Iglesia, a la clase obrera, a los gremios e incluso a la Corona. No sólo a los nacionalismos secesionistas, aunque éstos fuesen constitutivamente particularistas. Cabe preguntarse qué habría dicho ante el panorama actual. Probablemente, no habría hablado hoy, como en 1922, de una invertebración absoluta de España, pero sí de un particularismo rampante, para cuya descripción los nacionalismos étnicos le habrían servido sólo, como entonces, de punto de partida. Hablaría, con seguridad, del particularismo de una izquierda que se identifica total y hasta totalitariamente con el pueblo, en la más cutre tradición del nacionalismo demótico, y del particularismo de una derecha que no resiste la tentación de apelar a una retórica de apropiación y monopolio del sentimiento nacional. Hablaría, cómo no, del particularismo feminista, que confunde los derechos de la mujer con los derechos humanos en general, y no se privaría de aludir al particularismo de la juventud, al de la infancia y a los de las minorías culturales y sexuales. Lo que no haría es confundir la nación con la igualdad, y sospecho que se mostraría un tanto irritado ante la sustitución de la política por la estética igualitaria: es decir, ante el ilusionismo ministerial de nuestro presidente, que Dios guarde.
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