jueves, 8 de mayo de 2008

El insolente o gilipollas del siglo XIX, por Fernán Caballero

En Relaciones de Fernán Caballero

A la fina política del siglo último hemos sustituido nosotros el apretón de manos inglés, asi como hemos reemplazado el perfume del ámbar con el olor del cigarro.

ALEJANDRO DUMAS.

El hombre posee una facultad de venerar, que mas ó menos ligada al resto de sus cualidades, las realza todas.
SCHLASSER.

Raimundo habia regresado hecho el tipo del insolente. Y para darle a conocer en todo el desarrollo que había adquirido en sus tres años de emancipación, haremos la fisiología del insolente, que es hoy día un tipo tan generalizado que todo el que nos lea pensará que hemos querido retratar a su vecino de la derecha y copiar al de la izquierda. El insolente brilló en todas épocas; pero en la nuestra deslumbra y se generaliza como el gas. Ha reemplazado al hipócrita, pues nadie se toma ya la molestia de serlo desde que no se respeta lo bueno y lo santo. Este respeto a lo bueno y a lo santo originaba en los malos la hipocresía, que llamó La Rochefoucauld un homenaje que rendia el vicio a la virtud. Hoy día el cinismo ha libertado al vicio de todo homenaje y le ha dicho: «¡Nada de coronas! La gorra, con la cual estarás más a tus anchas. ¡Nada de togas, ni uniformes! La piel de oso. Nada de vara de justicia ni bastón de mando; el zurriago, el látigo. ¡Nada de pulidas ni corteses armas! La porra. ¡Fuera respetos, esos vasallajes morales, relegados a las ominosas épocas del oscurantismo!»

Asi acontece que el insolente, que encumbra el yo y menosprecia el vos, lleva el cuerpo derecho y la cabeza erguida. Si no es alto, se le figura que lo es; y si lo es, se le figura que es gigante.

Si anda unido a otro sujeto, toma por un impulso espontáneo la acera; cuando encuentra a un amigo, y aunque sea una amiga, y se para a hablarle, él es el que toma siempre la iniciativa de la despedida. Pregunta no por curiosidad, ni menos para demostrar interés, sino por el gusto de ostentar que ni atiende ni escucha la respuesta. Si se sienta, será el primero en hacerlo y en el mejor asiento; si es en la mesa, será en el puesto más alto que halle vacante, con preferencia a otras personas de más edad, de más saber, de más categoría, y hasta de más caudal, la más incontestable superioridad en nuestra era positiva.


Si se analizase su derecho a la preeminencia, se hallaría que era éste el ser él, añadiendo que no reconoce superioridad, que el rico tiene la suya en la bolsa, el sabio en las academias, el viejo en los consejos, pero que toda superioridad adquirida deja de existir en el trato social, en el que sólo figura la individual, debida al carácter y ascendiente de la persona genuinamente superior o a la que sabe colocarse de por sí en su puesto; lo que quiere decir: «Eso es mío, eso me toca a mí.» Por lo cual el insolente lleva a mal que le falten y lleva igualmente a mal que otros exijan de él que no les falte.

El insolente trata a todo el mundo en su cara con un sans façon en extremo chabacano (a pesar de que, por vestir bota charolada y llevar guante nuevo, lo cree en él aristocrático) y a espaldas trata a todas las personas y todas las cosas con un desdén que hiere más que la calumnia. Llama mujeres a las señoras; a las señoritas, muchachas; a las mujeres, tías; a una persona conocida, fulano; a un título, por su apellido, y así sucesivamente rebaja los tonos de la escala social, representando en ella un enorme bemol. ¡Oh juventud! ¡Cuándo te convencerás de que es en ti el respeto la mayor prueba de aristocracia moral, de finura, de buen gusto y buen sentir, de pureza de alma y de corazón, que es el sello de superioridad intelectual y la que realza y hace amable, mientras que la insolencia rebaja y hace odioso al que lo es!

La insolencia da margen a represalias y, cuando esto sucede, el insolente se echa a reír, tornando en chanzas sus impertinencias; esto es, que hace bailar al oso que antes embestía. Las gentes delicadas huyen del baile como evitan las embestidas.

Tiene el insolente un repertorio de insolencias groseras que llama oportunidades y chistes, que desea sean repetidas, lucidas y conservadas en la memoria, como lo son las célebres y entendidas agudezas de un general Castaños, de un Talleyrand.

El insolente tiene para su uso particular unas armas agresivas y ofensivas que le suministra su osadía, como en los pugilatos ingleses a los luchadores se las proporciona la fuerza de sus puños; armas que a una persona realmente culta y delicada le es tan imposible usar en su defensa cuando se ve atacada, como difícil seria al armiño revestir las púas del puerco espín. Consisten estas en:

Un kiss que silba como una culebra.
Una risa que abofetea como una granizada.
Un desentenderse, interrumpir y contradecir que ofenden, secan y hostigan como el Simoun.
Un ¡qué! que le tira a la cara al más pintado, como un diploma de Juan Lanas.


El insolente está persuadido de que el motor ascendente del hombre es la hostilidad. Y la suficiencia propia y la época que ellos han formado les da razán, siendo hoy las palabras, y no las acciones, las que encumbran al hombre. Derriban por insolencia y a su vez son derribados por ella.

Siendo las leyes de la finura y de la delicadeza en el trato social realzar a los demás y rebajarse a sí mismo, es evidente que ambas cosas, delicadeza y finura, son para el insolente desconocidas, pues es su tendencia la de realzarse a sí mismo, darse una importancia ficticia y rebajar a los demás.

Asi es que, creyéndose altivo como un príncipe, es grosero como un patán.

Para el insolente, — de que era el tipo Raimundo, — no hay respeto de ninguna clase, no hay consideraciones de ningun género: no reconoce obstáculos de ninguna especie a su omnímoda voluntad.


Al divinizar la insolencia filosófica, el individualismo ha hallado a todas las malas tendencias dispuestas y oficiosas para vulgarizar y poner al alcance de todos su mal espíritu anticatólico, audaz y rebelde.

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