Nunca he sabido qué había de cierto en Michael Jackson; un personaje real que parece ficticio, que no es ni blanco ni negro, ni macho ni femenino, ni honesto ni malvado, ni hombre ni niño, ni carnal ni putrefacto, ni pobre ni rico, ni listo ni tonto, ni vivo ni muerto, zombi, amorfo, que surge de la oscuridad y vive en ella, pero cuyos contornos se difuminan en una especie de niebla mediática de identidad deleble y difusa, entre sus negros, mulatos, zambos y morenos hermanos y hermanas, entre sus imitadores e intimadores, y sus bisexuales matrimonios sodomitas múltiples y confusos, cuajados de lisérgicas fosforescencias, pasmos estrellados y niños alanceados de dudosa paternofilialidad.
He tentado a ciegas con vacilante bastón en el bosque perdido de su liosa existencia, y he salido de él con las manos vacías. No sé si Michael Jackson es real o imaginario. No sé si vive en Internet o en un lugar de ese país que, como él, no tiene nombre, sino designación. Michael Jackson es una representación, una mancha sin forma y, como los líquidos, adopta la del recipiente que lo contiene, aunque su naturaleza volátil y plumífera lo asimile más a la condición del gas, y su sonido de pedófilo pedo desinflado y de convulso agonizante suene aún entre los mortecinos cantos de afilador de una calle lejana en algún extrarradio de los frecuentados por algún oxidado Freddy Kruger.
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