jueves, 26 de junio de 2008

Poesía

Dice Jerónimo Anaya que tengo de poeta; no reniego de eso y me lo siento, pero este género tiene algo de incontrolable, de enfermizo y de elegíaco que me hace sufrirlo más que celebrarlo y posponerlo a otros géneros en prosa, más cerebrales y controlables, pero de igual forma exploratorios y curiosos. Él, que tiene mucha facilidad para el verso, es un poeta germinativo, vital, inteligente, con un don que echo de menos en muchos otros y que intento yo también cultivar en la prosa, el humor y la ironía. Yo desconozco mis propias raíces, aunque atisbo que son varias y oscuras. La poesía en mí va después de la investigación, del ensayo, de la prosa, del artículo, y tiene una cara oculta, como la luna. Sólo escribo poesía cuando estoy deprimido o cuando me encuentro en un paréntesis en mi vida, en un yermo de soledad, desconcectado de todo. Si no tengo esa caja de resonancia, me cuesta mucho trabajo oír esa música interior a la que hay que poner palabras, adivinar esa gesticulación a la que hay que poner rostro o máscara escrita. En mí la poesía es la consecuencia de un daño o de un sacrificio. Siempre que he intentado escribir algo contra ese principio, contra esa índole, contra esa disposición me he visto derrotado al cabo de unos versos. Pero no he renunciado a hacerlo. Cabezota que es uno. Y eso también es una disposición. Lucho contra esa disposición nihilista de mi poesía, aunque eso me supone, muchas veces, incluso no escribir. El título de mi primer libro ya lo decía bien claro: Palabras acabadas.

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