lunes, 8 de septiembre de 2008

Humor

Mi hija mayor piensa que soy un freak o friki. O sea, un raro de cojones. Dice que tengo un sentido del humor estrambótico y difícil, pero como le gusta verme reír siempre me suele poner cosas extrañas en TV. Por eso le cuesta tanto poner la TV, porque no las encuentra. En los canales de Ono, sí hay algo, cuando no ha sido repetido veinte veces, pero sin hacerse excesivas ilusiones. Las series educativas Padre de familia o Crímenes imperfectos, que a mi hija no le parecen educativas, Malcolm o Sexo en Nueva York, que a mi hija tampoco le parecen educativas. House, y para de contar. Alguna vez, en esas series, me río como por casualidad, y mi hija ya es feliz.

Friki yo, supongo que lo seré. Pero lo era ya antes de que se pusiera de moda el término. También lo era mi amigo el novelista Emilio Morote Esquivel, cuya última novela, Los mejores años de nuestras vidas, narra su juventud en ese trasunto de Ciudad Real que llama Bahía Nepal, que tal vez bautiza así por el acrónimo Penal; la acabo de disfrutar; un libro cuyo autor uno conoce se disfruta mucho más intensamente. Aunque el protagonista y narrador se muestra como un chico de los de antes y se hace pasar por tal, se nota que era ya un narrador como la copa de un pino y con otras cosas en la cabeza. Todos los frikis somos un poco góticos y amantes de los misterios, porque el arte es un misterio en sí mismo, un enigma que hay que desarrollar o quitarse de encima con el propio arte. El arte sin el arte. Estoy de acuerdo con él en que la erudición sólo sirve para jugar al Trivial; a mí, desde luego, me resulta sumamente paralizante para desarrollar mi vocación narrativa, que la tengo; por eso le envidio. Es sin duda un narrador a tener en cuenta y a defender a capa y espada; que me digan que no hay escritores en La Mancha: aquí hay uno, y muy bueno.

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