Los niños temen la oscuridad; mis hijas también; yo les digo que lo que hay fuera entre las sombras en realidad está dentro de sus cabezas, así que no tienen que tener miedo. Que piensen en dibujos animados cuando les asalten ilusiones de monstruos y demás. O que enciendan la luz, coño.
Yo también fui un niño timorato respecto a los espectros que moran en las tinieblas. Estas se poblaban de espectros copiados de las películas de terror que veía por entonces, ayudados por el blanco y negro que por entonces se vestía en las grises pantallas y en los grises periódicos. Por ahí andaban el robot de Ultimatum a la tierra, de Robert Wise, el indio de Moby Dick, de John Huston; la acuática dama del pelo largo y el predicador de la Noche del cazador de Charles Laugton y el taxista de Historias para no dormir, de Chicho Ibáñez Serrador. Y los terroríficos Reyes Magos, además. Cocos que acobardaron mi tenebrosa infancia.
Luego me harté de consumir películas de terror y de leer manuales de criminología, de estudiar Historia de la religión, Antropología, Mitología y Filosofía, Folcklore, Literatura, Cuentos y Leyendas.
Ya no creo en estupideces y tonterías y para mí los muertos son como los muñecos de goma. Temo al dolor, como todo el mundo, pero no tanto a mi propio dolor como al que pueda causar a otros; a la muerte no le temo, porque la muerte no es nada. Yo incluso temería tener que repetir otra vez las mismas cosas sin haber aprendido nada. Temería la estupidez y la ignorancia.
Como Shakespeare, temo mi propio miedo y el de los demás. Los fantasmas que hay dentro de mi cabeza, mi propia oscuridad, mi propia estupidez. La oscuridad de fuera lo único que me hace es dormir, si no me duele la espalda, que es lo que suele ocurrir. Si apareciera en esos momentos un fantasma, le diría que me dejase en paz, que mañana tengo que levantarme y trabajar, que me deje dormir. Como el padre Feijoo, creo que no hay espectro que no se desvanezca al conjuro de una buena cachiporra. Iker Jiménez es un payaso. Lo que me da miedo de su programa es tenerlo que ver hasta el final, y sobre todo los anuncios con que lo vende.
Los escépticos deberían aprender de mí. Ni siquiera creo en los telediarios ni en los periódicos; son como las Caras de Belmez, algo improbable e imposible de demostrar, o cuya demostración, si existe, incumbe a lo meramente real y material o a esas sombras cerebrales que hay en mi cabeza de las que hablaba.
Supongo que acabaré transformado en un fantasma, porque, como no me asusto de esas cosas, cuando muera, quedaré tranformado en una de esas sombras que asustan y que no se asustan de aproximarse a seres fantásticos e irreales como los seres reales. Seré una sombra asustando dentro del cerebro de un niño. El niño asustadizo que yo era.
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