martes, 25 de noviembre de 2008

Ilegitimidad de la tristeza

Decía Kennedy que "el éxito tiene muchos padres, pero el fracaso es huérfano". Todo el mundo se aparta con aprensión del triste como si tuviese algo más contagioso que el ébola o el sida. Lo malo del triste es que no puede salir él solo de su agujero, necesita que le saquen de él y su misma condición de triste espanta ese remedio; como decía el descolocado y huérfano Poe en Alone, "si algo he amado, lo he amado solo". No hay esperanza ni futuro; entre el triste y la tierra prometida, que puede ver pero no tocar, hay un espacio vacío, un no man's land, una zanja tan profunda como una sima, un precipicio o la tumba en que se sepulta. El triste se halla atado de pies y manos para la acción, no puede, es más, no quiere hacer nada; la realidad misma le amordaza porque lo que no quiere es la realidad misma: es un idealista absoluto, un suicida en potencia que quiere trascender el capullo de seda enredado y asfixiante del yo y de este mundo. La repugnancia es el sentimiento que más le invade; la piedad, la solidaridad, la compasión es el segundo, el único que le ata a la tierra y le hace continuar en ella no por sí mismo, por los demás; pero le resulta muy difícil ayudar, porque no puede ayudarse a sí mismo y por su absoluta inutilidad para la acción, por la conciencia de que todo lo que haga será inútil, carga ciertamente demasiado pesada y cuyo peso tendrá que aliviarse alguna vez.

La cura contra esto es la voluntad; pero ¿de dónde se saca eso? ¿Con que ejercicios se desarrolla? ¿Cómo se alimenta? La falta de voluntad es la enfermedad de nuestro tiempo.

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