Hago una parada en la lenta corrección de exámenes; mi familia me rodea en el ancho salón de la casa, donde estamos muy a gusto: mi mujer plancha, su madre ve la novela, mis hijas estudian y cotorrean, mi loro suelta su repertorio, los seis pájaros canoros que tenemos pían y se pelean. Llueve, y como siempre que llueve, salgo, yo que no suelo salir casi nunca, como mis tremebundos compañeros el rayo y el trueno, que hoy no quieren pasear conmigo, a pesar de que las nubes les han abierto la puerta; sólo me acompañan la brisa y el paraguas; es que la lluvia me estimula. Recorro la calle Toledo, transfigurada a la luz gris del agua, y tuerzo por la calle San Antón; hay paredes desguarnecidas, llenas de ripio y tapial, que padecen reúma y se hinchan, como las piernas de las personas, por la humedad; un coche a mil por hora me deja hemipléjico del lado izquierdo empapándome con un charco; no me enfado, sólo me asombro. En la acera derecha recuerdo al recio, calvo y canoso viejo Marcial, que vendía vino a granel y chuches a los niños, hablando de su primera esposa, a la que dejó en Canarias "porque yo creía que era dama y era sota". Recuerdo al carnicero Jacinto, que invariablemente se equivocaba en las cuentas a favor o en contra y al que daba pena timar; recuerdo a la mujer casada con un moro "que es como si fuera casi con un gitano", que vendía periódicos y cambiaba tebeos y cómics de la Marvel; a ella le vendí mi colección; esos lugares, esas personas han desaparecido ya. Hay casas de señorón al lado de miserables casejas sólo un grado por encima de la chabola; cuatro pájaros se remojan sobre una antena televisiva; ldeben de ser de la misma familia y les da igual, no llueve violentamente. Están levantadas las aceras porque quieren poner tuberías nuevas; hay un aviso en la caseta de los materiales: "No robar, no hay nada de valor, mirar por el cristal". Pintadas raras, casas humildes de antiguo ladrillo rojo, un gordinflón chubasquero de plástico hinchado por el viento cuelga mojándose ahorcado en una cuerda de tender, nadie sabe por qué. Vuelvo por donde he venido. Cuando llueve las maniquíes parecen más vivas, o menos muertas; una es tan grácil y elegante como mi hija Paloma; los árboles me hablan; los graciosos objetos de las vitrinas de los comercios toman vida propia, están más intensos, más fuertes que cuando uno pasa a su lado sin verlos ocultos por el contraste y el ruido de la cotidianeidad. Una cortina de acuarela nos une a todos en un mismo plano. Soy feliz, porque también me siento vivo; la soledad de la lluvia subraya y magnifica todo; cada lluvia algo renace que nos limpia de memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario