La carga del pasado es infinita, dice Borges; tanto individual como colectivamente es lo que no se puede cambiar; sólo es posible modificar el futuro, y no siempre lo logramos, porque cualquier desviación de su sentido auténtico es un giro o derrota que a la larga retrotrae al pasado en un gran movimiento parabólico hacia atrás, como atraído por la fuerza de gravitación universal del pasado. ¿Qué brújula puede orientarnos, o decirnos: este es el verdadero sentido que provoca la evolución hacia lo mejor, hacia la utopía, este es el verdadero sentido recto de la evolución deseable? Que sea posible cambiar el futuro es lo que da sentido a la esperanza, o al menos a una razonable esperanza, porque hay gente que saca de quicio a la esperanza haciéndola muy poco razonable o prometiendo una más allá de la muerte y todas esas mentiras sobre las cuales lo mejor que puede decir uno es que son deseables y maravillosas, pero no alcanzables en el espacio de una vida humana. Sin embargo, ¿no son acaso esas mentiras deseables y maravillosas la fuerza de escape que nos permite arrebatar la esperanza a esa fuerza de gravedad y transformarlas poco a poco en menos mentirosas? El idealismo auténtico y más mentiroso es el joven: tiene mucho futuro por delante y por cambiar, hasta que poco a poco la desviación parabólica va haciendo nacer al viejo de las entrañas del joven. El poder de las razones de los viejos se impone siempre a los jóvenes sobre las esperanzas que aquellos no pueden tener: los viejos creen ver las cosas como son de veras, o en relación respecto a lo que vendrá después, que es nada. Los viejos no poseen fe, esperanza ni caridad. Les es imposible cambiar, porque la inercia que llevan les retrotrae constantemente hacia el pasado.
La sociedad europea envejece, pero hay una juventud boyante que proviene de África y otros lugares con deseos de hacer cosas, muchas veces humildes, con esa humildad que da la ética; pero a esta juventud no se le da un futuro, sino la repetición constante de lo pasado, la inercia de un progreso desorientado y ciego, que vuelve una y otra vez hacia las fórmulas del pasado.
La pregunta es, pues, esta: ¿dónde se encuentra esa brújula que puede orientar a la juventud, y en qué dirección señala?
Creo, y muchos otros creen conmigo, que la única respuesta posible es la humildad de la ciencia sobre la superstición, la humildad de la antropología sobre la política, la humildad de la razón sobre el sentimiento, la de la ética sobre la religión y la de todos sobre los pocos. A todas estas cosas hay que atenerse para no perder el norte. Toda forma de poder ha de ser compartida y los que gobiernen han de ser antropólogos, no políticos. El único bien que se persiga ha de ser el colectivo, no el nacional. La economía ha de buscar la satisfacción de la mayoría sin sacrificar a ninguna minoría; la propiedad ha de detentarla el que beneficie a más personas, no el que perjudique a más y las religiones han de poner en común sus éticas, no sus supersticiones.
Sólo así la carga del pasado dejará de ser infinita.
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