"Berlusconi ha sido alcanzado por un objeto contundente lanzado por Massimo Tartaglia, quien llevaba diez años recibiendo tratamiento psiquiátrico en el hospital Policlínico de Milán, según informan varias agencias de información. Con expresión petrificada, Tartaglia no opuso resistencia. Según diversas fuentes, se limitó a repetir: "Yo no he sido, yo no soy nadie" El objeto utilizado para la agresion era una reproducción del Duomo, la catedral de Milán, hecha en alabastro. Tras impactar contra la cara de Berlusconi, la esculturita quedó hecha pedazos"
Resulta lógico que la pobre escultura quedara hecha polvo al chocar contra la durísima cara de Berlusconi. Pobre Massimo; ya resulta curioso que sea un loco, o, por mejor decir, alguien con una visión divergente de lo que es el mundo, el único que tenga coglioni para partirle la cara a don Silvio, al que le duele la cara no por eso, sino de ser, o creerse, tan guapo. Es el mundo el que está loco, no Massimo. Y todos los que hacen el mundo absurdo, amoral e injusto, esto es, extraño, no deberían extrañarse de recibir un porrazo quijotesco; hay porrazos que no los propina nadie, sino la mera justicia poética, esa justicia que sólo existe en literatura porque no es (y probablemente nunca fue) justicia real, ya que la ley y la justicia son sólo las maneras en que el poder del fuerte, que en este mundo corresponde al adinerado, se hace soportable; la justicia, esa de la que tanto se ríe Berlusconi; no se extrañe, pues, de que cuando se recibe el poder en bruto, encima de la cabeza, duela. Como le debería doler al hueco Cristobalillo de cartón golpeado por la estaca en el guiñol, en ese escenario de guiñol en el que ha transformado Il cavaliere a Italia, si Berlusconi fuera un cristobalillo y no una persona más o menos humana. Que no le extrañe, pues, a Berlusconi. Desapruebo la violencia, pero es que Berlusconi no puede ir por ahí diciendo lo que dice y haciendo lo que hace sin que no le caigan estacazos como ese; es cuestión de hidalguía, de buena crianza, de caballerosidad, de vergüenza torera, de todo eso, en fin, que no posee Berlusconi, que se hace llamar a sí mismo Il Cavaliere y que sólo es una caballería. La vergüenza quijotesca no es sobornable, no piensa, sino que se levanta en pie y justa automáticamente contra la villanía, la insolencia, la inmoralidad y la injusticia, en ejercicio, en fin, del sacro derecho al pataleo.
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