De las cosas que más odio, sin duda la principal es el reloj. Sus manecillas para mí son las manazas de un asesino en hora que me estrangulan con prisas; o el tiempo es demasiado largo o demasiado corto, nunca hay término medio para mí. Y no sólo te ahoga con sus manecillas, sino en sus mares de arena: tengo un reloj de arena de media hora que me lo recuerda: la vulgaridad es la forma del tiempo. Los chicos no entienden a Quevedo cuando habla del tiempo "que a la muerte me lleva despeñado", y es porque todavía no han experimentado lo que sólo se sufre en la edad madura, el vaciado de contenido de las horas, el paso rapidísimo y sin sustancia de los años, efecto de la decadencia mental y de la repetición mecánica y relojera de las rutinas, que hace a siete días de la semana ser uno p0r sus mutuas coincidencias y similitudes, acortándose el tiempo gracias al fenómeno de la conciencia convergente. De tanto ir por un sendero uno termina no viendo ni siquiera el sendero, porque ya lo ha dejado en piloto automático; se aliena, se deshumaniza, manda su espíritu a otra parte. Ese es el poder de la rutina, del que nace algo todavía más demoledor, derruyedor, una especie de poliomielitis espiritual, un abotargamiento y anquilosamiento de los órganos de la vida, de la mente y de la acción que condenan a la parálisis espiritual. Y es que hay mucha gente que es como Ramón Sampedro, el parapléjico corpóreo, que no mental, cuyos evangélicos libros conservo como un tesoro, pero al revés: su espíritu no se puede mover, siempre está en el mismo sitio, aunque su cuerpo vaya de un sitio para otro.
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