Se ríe, se ríe tanto que se le esponjan las plumas. Otras veces suelta una especie de ruido de grúa de obra que nos pone los pelos de punta; parece unos alicates con alas, y con quien más a gusto se siente es con Ana Isabel. Paloma, mi hija poetisa, compone sesudos pensamientos sobre el destino, que descubro a veces abandonados por las mesas; salgo de noche, bajo las farolas y los esqueletos de los árboles, cuando Ciudad Real se llena de chinos que van a relevar a sus mujeres, paseantes de perros meones, mendigos de farmacias de guardia y divorciadas o viudas que se atiborran de chismes en las peceras de los cafés; me atirita y arrecha la crudeza del frío invernal; veo que muchos baretos han cerrado o están de obras aprovechando la crisis etílica. Todo está lleno de tiendas de apariencia: trapos, perfumes, peluquerías, bazares de regalos, joyerías, decoraciones... Se diría que hay mucho feo que adornar y mucha mierda que tapar y mucha hipocresía para gastar. De repente descubro por qué no tengo un duro.
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