Anaís ha vuelto de Berlín, esa ciudad dividida por un gran limes y muralla en bárbaros gentiles y mandarines creyentes (en el ajo liberal); resulta que la amiga con quien quería viajar, una chinita, se orientó mal y se volvió chinita en el zapato, porque creía que el avión zarpaba mucho más tarde; al fin, avisada por el celular de mi hija, quien no quería irse sin ella, llegó justo a tiempo; en el aeropuerto estaban Roco y otros profes, que ayudaron mucho; esto de los chinos siempre fue lioso; y es que cuando se trata de chinos el idioma, ya le digo a mi hija, siempre será una gran muralla. Su amiga china es listísima y educadísima, por cierto. En Berlín, nada del particular, salvo la cantidad de estatuas griegas de Pérgamo que ha visto, que los muñecos de los semáforos son distintos y que los botones de las señales son fotoeléctricos; la comida alemana es tan mala como la inglesa, de forma que tuvieron que hincharse de chocolate y café en un starbuck; se paga más caro que en París por mear, se duerme poco y se habla mucho. La Puerta de Brandenburgo, como la de Toledo, más o menos. Una chica se cayó rodando por una escalera mecánica en sentido inverso y no terminaba nunca de rodar y rodar, de forma que, de no ser por un consciente que la detuvo, podría haberse pasado todo el viaje dando volteretas; parecía digno de una película de Blake Edwards y mucha gente no paraba de reír.se; se nota que nunca se han caído en esas curiosas circunstancias. Anaís se ha comprado el mismo gorro de aviador que usaban esos dos poéticos hermanos de momento inolvidable, el taxista payaso de Dresde y el negrata de Nueva York en Noche en la tierra, un gorro orejero de treinta euros, muy calentito, lo que ya merece el viaje, y a mí me ha traído una botella de vino blanco alemán (que no es tan malo como pudiera parecer, y ni siquiera glucosado), una cartera que tiene de todo menos dinero y un reloj de bolsillo de imitación plata grabado con un águila en una roca, al que le falta el Prometeo. Lo mismo hubiera dado que fuera un loro, porque yo, aquí, en casa, me paso la vida cubierto de pájaros como un San Francisco, pero sin predicar, porque soy hombre callado; tal vez por eso se aprovechan de mí y me confunden con un árbol estólido; se agarran a mis ramas las ninfas y el loro y hasta el gorrión y los periquitos se me acercan y me sobrevuelan. Ayer mismo acabé condecorado con cuatro mierdas y esto no puede seguir así. Por la calle me topo con Paco Chaves, que está renacido bajo una gorra de apache y tras una barba mefistofélica, y con Damián Manzanares, también mudado, pero de casa.
En la feria del libro de ocasión he comprado una edición crítica de El escolástico, de Cristóbal de Villalón, donde se habla de alumnos y de profesores del siglo XVI; también la segunda edición de una biografía de Alfonso X el Sabio bastante buena y documentada, aunque incompleta, de Manuel Fernández Jiménez; por ejemplo, no menciona las leyendas sobre Alfonso X incluidas por Boccaccio en su Decamerón, sobre la cual mi compa jubileta Pedro Ysado ha escrito algo, usando una edición muy buena que yo le suministré, por más que menciona otras, como la del sueño de Beatriz de Suabia o la blasfemia del rey. Se tratan las Cortes de Almagro, el fallecimiento de Fernando de la Cerda en Ciudad Real, en plena crisis contra los Benimerines, las falsificaciones del díscolo Sancho IV, su obra como mecenas y poeta y la Ida del imperio. En los nombres a veces se equivoca, como cuando cita al trobador asesinado en Villarreal como Anes do Crotón, siendo como es Eanes do Croton.
Otra vez de vuelta a médicos, a llevar los papeles de mi salud; tengo ganas de mandarlos a todos a hacer puñetas. Qué coño me importa a mí mi salud. Llevo trece años sin recidivas de mi carcinoma vesical, pero para qué. El tiempo me pasa cada vez más deprisa y yo estoy cada vez más deprimido. Pero no quisiera morirme sin acabar todo lo que tengo en la mente por escribir y sin ayudar a que mis hijas tengan la vida resuelta. Y sobre todo no quisiera morirme sin esperanza, algo que a veces ni veo ni encuentro. A veces pienso que algunos no podemos vivir sin cambiar de contexto. Como la luna, doy una luz que me es ajena; como una viga en la que mucho se sostiente, pero que no se apoya ella misma en nada.
En la feria del libro de ocasión he comprado una edición crítica de El escolástico, de Cristóbal de Villalón, donde se habla de alumnos y de profesores del siglo XVI; también la segunda edición de una biografía de Alfonso X el Sabio bastante buena y documentada, aunque incompleta, de Manuel Fernández Jiménez; por ejemplo, no menciona las leyendas sobre Alfonso X incluidas por Boccaccio en su Decamerón, sobre la cual mi compa jubileta Pedro Ysado ha escrito algo, usando una edición muy buena que yo le suministré, por más que menciona otras, como la del sueño de Beatriz de Suabia o la blasfemia del rey. Se tratan las Cortes de Almagro, el fallecimiento de Fernando de la Cerda en Ciudad Real, en plena crisis contra los Benimerines, las falsificaciones del díscolo Sancho IV, su obra como mecenas y poeta y la Ida del imperio. En los nombres a veces se equivoca, como cuando cita al trobador asesinado en Villarreal como Anes do Crotón, siendo como es Eanes do Croton.
Otra vez de vuelta a médicos, a llevar los papeles de mi salud; tengo ganas de mandarlos a todos a hacer puñetas. Qué coño me importa a mí mi salud. Llevo trece años sin recidivas de mi carcinoma vesical, pero para qué. El tiempo me pasa cada vez más deprisa y yo estoy cada vez más deprimido. Pero no quisiera morirme sin acabar todo lo que tengo en la mente por escribir y sin ayudar a que mis hijas tengan la vida resuelta. Y sobre todo no quisiera morirme sin esperanza, algo que a veces ni veo ni encuentro. A veces pienso que algunos no podemos vivir sin cambiar de contexto. Como la luna, doy una luz que me es ajena; como una viga en la que mucho se sostiente, pero que no se apoya ella misma en nada.
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