Se suele valorar mucho el papel de los maestros, sobre todo entre los maestros; yo lo valoro, aunque no demasiado; desde luego, no tanto como se valoran algunos, que están encantados de haberse conocido y son personas redundantes, dos veces ellos mismos o más; yo creo que lo que más valoran son las mentiras, que les permiten ir por ahí con la barbilla muy alta; eso está más claro que el agua, cuando el agua está clara. Yo mismo no me valoro nada de nada; considero que mi preparación científica es incompleta y mis conocimientos pedagógicos nulos, no por ganas ni interés; no me han formado bien al respecto, pese a lo cual, creo, podría darles sopas con honda a algunos que creen sabérselas todas. Incluso he pensado alguna vez en estudiar Magisterio, ya que lo que he aprendido en la Universidad no me sirve actualmente para nada, sino para que los alumnos no me entiendan. El buen maestro es tan escaso como el oro, y mucho más valioso; pero para poder aprender de él son necesarias unas circunstancias especiales, algo así como un Castillo de If, un abate Faria y diez años cavando en uno mismo y en el suelo a lo Conde de Montecristo.
Se aprende más de los padres, de los amigos, de la naturaleza, de los libros, en un taller, en un trabajo, en una tertulia, en un cine, en unos billares, en una biblioteca pública. Y se aprende más del conjunto de todo eso y de todos los maestros que de uno solo. Para aprender uno no necesita maestros ni libros, sólo una curiosidad tremenda, devoradora, obsesionante. Eso es una pasión, y nuestra juventud es demasiado desapasionada y desencantada.
Mis primeros maestros se aparecen hoy borrosos. Recuerdo a don Sabino, profesor de matemáticas, ahogado en nuestra ciclópea ignorancia. Me pidió que le dibujase una pirámide, y yo le dibujé una pirámide con unas palmeras al lado. El hombre se resignó; eso de las abstracciones geométricas y de los volúmenes sólidos no estaba diseñado para mí; a mí me había impresionado una película de Howard Hawks, Tierra de faraones, y se ve que ya por entonces las humanidades eran lo mío. Creo yo que necesitaban más horas y que se limitaban solamente a recoger las espigas más granadas del secano. Se esforzaban en enseñarnos a resolver raíces cuadradas, pero nos mandaban a los niveles superiores ya con esa habilidad olvidada. Mis padres no me ayudaban, pero yo manoseaba continuamente la Enciclopedia Durvan que compró mi padre y me leía cada vez tres o cuatro artículos, incesantemente.; además susrcibieron a mi hermano, que iba para ingeniero, al círculo de lectores, y él sólo se interesaba por cosas técnicas, así que pronto fui yo el que pedí libros al círculo y el único que los leía. También leía el Quijote en una edición de Martí de Riquer que mi padre manoseaba de vez en cuando, y me lo leí por primera vez ahí; ahora está desencuadernado y hecho una mierda, el pobre. De forma uue llegué a sacar una cultura poco común para la media, pero no precisamente del cole adocenado y aburrido. Además, pienso que lo que me ayudó a leer con soltura y me hizo buscar los libros no fue precisamente el cole, sino los tebeos y la existencia de tiendas donde se podían cambiar a precio prácticamente de baratillo; no creo que nadie se haya leído tantos tebeos, cómics e historietas como yo. Además, la ciencia ficción nos hacía interesarnos por la ciencia, la tecnología, el vocabulario científico. El diccionario agregado a la Enciclopedia Durvan terminó prácticamente desencuadernado de tanto sobo, y el atlas igualmente añadido como apéndice terminó igualmente ajado. Pero de la escuela recuerdo solamente las interminables tablas de multiplicar, las ilustraciones del libro de religión y las clases de lectura en voz alta, que se me daban muy bien.
Del colegio nacional de Jaén pasé a los Salesianos de Puertollano. Recuerdo a don Anselmo, un cura salesiano que se dormía en las clases, del que no aprendí nada. Recuerdo a don Chema, otro cura, con voz de pito, que enseñaba ciencias naturales y secuestraba ranas atontándolas con cloroformo para luego diseccionarlas. De este asesino en serie aprendí tan sólo que no me gustan las ranas y que es dudosamente ético matar ranas sin qué ni para qué, ni siquiera para aprender que no te gustan las ranas y que es dudosamente ético matar ranas sin qué ni para qué. Tenía una paciencia de santo Job y aburría como tal; los niños se ponían a hablar porque no lo entendían; yo era el raro, me interesaba lo que decía, a pesar de todo; daba vueltas a los nombres de taxonomías minerales como si fuesen dulces en el paladar, y sus propiedades me parecían casi mágicas; miraba los fósiles con arrobamiento y los iba a buscar a las tolveras y derrubios de las minas de carbón; de mi padre obtuve piritas, plata, plomo, mercurio, galena, cinabrio; también me agencié yo mismo algunos fósiles de helechos e incluso encontré un cristal mineral precioso en la laguna de Caracuel, un día que paramos allí; también me compraron un juego de química, aunque mi entusiasmo se detuvo un poco cuando me estalló un tubo de ensayo. Luego estaba don Ángel, el profesor de francés; las interminables fichas de ejercicios en este idioma me hicieron padecer mucho; de conjugaciones verbales hice muchísimas, pero su significado me estaba vedado a causa de la brutalidad de su mecanicismo; él se ponía unas gafas de sol y nos interrogaba por orden alfabético golpeando la mesa para indicar que pasaba el turno. Ese siniestro ritual me resultaba aterrador y asqueroso. Don Fernando era un seglar y por eso tenía un cierto encanto explicando; su aroma era diferente al de un salesiano; los salesianos tenían algo, no sé, de tarado o de deformidad espiritual, incluso física; eran muy hipócritas, les gustaba mandar y parecían investidos de una autoridad de origen divino, como la de un rey absoluto. Era bastante frecuente que nos enviasen por sorpresa a la iglesia o para darnos alguna instrucción religiosa o con flores a María; tenían una gran ilusión en que alguno de nosotros nos hiciésemos curas, pero había algo de triste, de hipócrita y de frío en su actitud que no terminaba de cuadrarme, aunque yo sentía en mí alguna disposición espiritual que nunca he podido negar, incluso en la actualidad, en que tan descreído me he vuelto. Nos obligaban a ir a misa todos los domingos, incluso nos pedían un resumen del sermón, y esa especie de estado policial religioso terminó por resultarme insufrible: parecía que en el mundo no había otra cosa que salesianos, misas, Juan Bosco, Domingo Sabio, María y Domund; era una especie de Amarcord soso y sin encanto. Creo que desde entonces detecto las comeduras de coco y los discursos totalitarios a cien kilómetros. ¡Y eso que los salesianos se consideraban los más progesistas entre los católicos! Pues yo creo que si hubiera caído en un lugar más estrecho de miras, me habría muerto de verdad de puro asco. Quien no destacaba en baloncesto o balonmano y era una nulidad en fútbol, o quien no iba para cura o para técnico, no interesaba en nada a los Salesianos. Yo destacaba en humanidades, y eso a los santos padres les daba igual. Devoraba una revista salesiana juvenil a la que estaba suscrito, J20, y participaba en cualquier cosa que tuviera que ver con papel o cine. Nadie, sin embargo, se ocupó en despabilar mi imaginación ni mi interés por la literatura, ni siquiera cuando gané el concurso de redacción provincial de Coca-Cola; yo tenía un teatro en el cuerpo que nadie me hizo sacar.
Por el contrario, la biblioteca pública de Puertollano y el cine Gran Teatro eran lugares mágicos para mí. Me pasaba las horas muertas de las tardes en ambas instituciones, leyendo tebeos y libros o viendo programas dobles dos veces; colarse en el cine era muy fácil, pero yo recurría a esa estratagema pocas veces, porque me daba vergüenza. Siempre echaban las mismas películas, y yo, para no aburrirme, me fijaba en los detalles y en la estructura del filme. Ahondé en esas pasiones hasta ser el que soy ahora mismo, un modesto bibliófilo y un cinéfilo, pero nunca logré sentirme parte de nada salesiano; nada de lo que ahí se hacía me parecía sincero y estuve muy solo, de no ser por mis amigos proletarios: Vitoria, Santiago, Quique, Alfonso, Godeo y Emiliano el panadero; quizá de este último he heredado mi afición a los loros.
Se aprende más de los padres, de los amigos, de la naturaleza, de los libros, en un taller, en un trabajo, en una tertulia, en un cine, en unos billares, en una biblioteca pública. Y se aprende más del conjunto de todo eso y de todos los maestros que de uno solo. Para aprender uno no necesita maestros ni libros, sólo una curiosidad tremenda, devoradora, obsesionante. Eso es una pasión, y nuestra juventud es demasiado desapasionada y desencantada.
Mis primeros maestros se aparecen hoy borrosos. Recuerdo a don Sabino, profesor de matemáticas, ahogado en nuestra ciclópea ignorancia. Me pidió que le dibujase una pirámide, y yo le dibujé una pirámide con unas palmeras al lado. El hombre se resignó; eso de las abstracciones geométricas y de los volúmenes sólidos no estaba diseñado para mí; a mí me había impresionado una película de Howard Hawks, Tierra de faraones, y se ve que ya por entonces las humanidades eran lo mío. Creo yo que necesitaban más horas y que se limitaban solamente a recoger las espigas más granadas del secano. Se esforzaban en enseñarnos a resolver raíces cuadradas, pero nos mandaban a los niveles superiores ya con esa habilidad olvidada. Mis padres no me ayudaban, pero yo manoseaba continuamente la Enciclopedia Durvan que compró mi padre y me leía cada vez tres o cuatro artículos, incesantemente.; además susrcibieron a mi hermano, que iba para ingeniero, al círculo de lectores, y él sólo se interesaba por cosas técnicas, así que pronto fui yo el que pedí libros al círculo y el único que los leía. También leía el Quijote en una edición de Martí de Riquer que mi padre manoseaba de vez en cuando, y me lo leí por primera vez ahí; ahora está desencuadernado y hecho una mierda, el pobre. De forma uue llegué a sacar una cultura poco común para la media, pero no precisamente del cole adocenado y aburrido. Además, pienso que lo que me ayudó a leer con soltura y me hizo buscar los libros no fue precisamente el cole, sino los tebeos y la existencia de tiendas donde se podían cambiar a precio prácticamente de baratillo; no creo que nadie se haya leído tantos tebeos, cómics e historietas como yo. Además, la ciencia ficción nos hacía interesarnos por la ciencia, la tecnología, el vocabulario científico. El diccionario agregado a la Enciclopedia Durvan terminó prácticamente desencuadernado de tanto sobo, y el atlas igualmente añadido como apéndice terminó igualmente ajado. Pero de la escuela recuerdo solamente las interminables tablas de multiplicar, las ilustraciones del libro de religión y las clases de lectura en voz alta, que se me daban muy bien.
Del colegio nacional de Jaén pasé a los Salesianos de Puertollano. Recuerdo a don Anselmo, un cura salesiano que se dormía en las clases, del que no aprendí nada. Recuerdo a don Chema, otro cura, con voz de pito, que enseñaba ciencias naturales y secuestraba ranas atontándolas con cloroformo para luego diseccionarlas. De este asesino en serie aprendí tan sólo que no me gustan las ranas y que es dudosamente ético matar ranas sin qué ni para qué, ni siquiera para aprender que no te gustan las ranas y que es dudosamente ético matar ranas sin qué ni para qué. Tenía una paciencia de santo Job y aburría como tal; los niños se ponían a hablar porque no lo entendían; yo era el raro, me interesaba lo que decía, a pesar de todo; daba vueltas a los nombres de taxonomías minerales como si fuesen dulces en el paladar, y sus propiedades me parecían casi mágicas; miraba los fósiles con arrobamiento y los iba a buscar a las tolveras y derrubios de las minas de carbón; de mi padre obtuve piritas, plata, plomo, mercurio, galena, cinabrio; también me agencié yo mismo algunos fósiles de helechos e incluso encontré un cristal mineral precioso en la laguna de Caracuel, un día que paramos allí; también me compraron un juego de química, aunque mi entusiasmo se detuvo un poco cuando me estalló un tubo de ensayo. Luego estaba don Ángel, el profesor de francés; las interminables fichas de ejercicios en este idioma me hicieron padecer mucho; de conjugaciones verbales hice muchísimas, pero su significado me estaba vedado a causa de la brutalidad de su mecanicismo; él se ponía unas gafas de sol y nos interrogaba por orden alfabético golpeando la mesa para indicar que pasaba el turno. Ese siniestro ritual me resultaba aterrador y asqueroso. Don Fernando era un seglar y por eso tenía un cierto encanto explicando; su aroma era diferente al de un salesiano; los salesianos tenían algo, no sé, de tarado o de deformidad espiritual, incluso física; eran muy hipócritas, les gustaba mandar y parecían investidos de una autoridad de origen divino, como la de un rey absoluto. Era bastante frecuente que nos enviasen por sorpresa a la iglesia o para darnos alguna instrucción religiosa o con flores a María; tenían una gran ilusión en que alguno de nosotros nos hiciésemos curas, pero había algo de triste, de hipócrita y de frío en su actitud que no terminaba de cuadrarme, aunque yo sentía en mí alguna disposición espiritual que nunca he podido negar, incluso en la actualidad, en que tan descreído me he vuelto. Nos obligaban a ir a misa todos los domingos, incluso nos pedían un resumen del sermón, y esa especie de estado policial religioso terminó por resultarme insufrible: parecía que en el mundo no había otra cosa que salesianos, misas, Juan Bosco, Domingo Sabio, María y Domund; era una especie de Amarcord soso y sin encanto. Creo que desde entonces detecto las comeduras de coco y los discursos totalitarios a cien kilómetros. ¡Y eso que los salesianos se consideraban los más progesistas entre los católicos! Pues yo creo que si hubiera caído en un lugar más estrecho de miras, me habría muerto de verdad de puro asco. Quien no destacaba en baloncesto o balonmano y era una nulidad en fútbol, o quien no iba para cura o para técnico, no interesaba en nada a los Salesianos. Yo destacaba en humanidades, y eso a los santos padres les daba igual. Devoraba una revista salesiana juvenil a la que estaba suscrito, J20, y participaba en cualquier cosa que tuviera que ver con papel o cine. Nadie, sin embargo, se ocupó en despabilar mi imaginación ni mi interés por la literatura, ni siquiera cuando gané el concurso de redacción provincial de Coca-Cola; yo tenía un teatro en el cuerpo que nadie me hizo sacar.
Por el contrario, la biblioteca pública de Puertollano y el cine Gran Teatro eran lugares mágicos para mí. Me pasaba las horas muertas de las tardes en ambas instituciones, leyendo tebeos y libros o viendo programas dobles dos veces; colarse en el cine era muy fácil, pero yo recurría a esa estratagema pocas veces, porque me daba vergüenza. Siempre echaban las mismas películas, y yo, para no aburrirme, me fijaba en los detalles y en la estructura del filme. Ahondé en esas pasiones hasta ser el que soy ahora mismo, un modesto bibliófilo y un cinéfilo, pero nunca logré sentirme parte de nada salesiano; nada de lo que ahí se hacía me parecía sincero y estuve muy solo, de no ser por mis amigos proletarios: Vitoria, Santiago, Quique, Alfonso, Godeo y Emiliano el panadero; quizá de este último he heredado mi afición a los loros.
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