jueves, 25 de marzo de 2010

Maldad estructural

Muchos sienten que la maldad posee cara (mejor sería decir careta, jeta o morro), que se reviste de vestido y apariencia, cuenta con señas de identidad y es concreta y aislable, o se trata de algo bien cortado y no infeccioso, en vez de sucio y carcinómico. Pero la maldad es algo con frecuencia tan gaseoso como un pedo y no posee como él un propietario seguro que la prohíje. Nadie puede señalar su domicilio y mucho menos su cuenta corriente y, aunque todo el mundo la conoce y habla de ella, nadie puede decir bien dónde está ni señalarla con el dedo.

Se equivocan: la maldad, como cualquier cosa que atañe al menos a dos personas, a un sujeto y a un objeto, es algo estructural, abstracto e inconcreto, forma largas cadenas de eslabones, como los chorizos, es de naturaleza pegajosa, se contagia y provoca recidivas de la misma manera que una idea, un sentimiento o una plaga; su carácter graso engorda cualquier presupuesto y cualquier barriga, inficiona instituciones públicas y privadas, se vuelve endémica, ataca desde al papa hasta al que no tiene capa. El abuso de los lazos familiares en sociedades donde se da la familia extensa, o de los lazos corporativos, por ejemplo, son típicos. Véase la ladrillocracia española, la banca y sus barcos blindados y su filibustero secreto bancario, la Iglesia católica y sus pederastias y secretos confesionales (son siempre muy de secretos estas mafias) o esa otra iglesia, la Universidad por ejemplo, donde confluyen ambos tipos de corrupción; el compadreo, el intercambio de favorcillos, el reparto previo de cualquier prebenda, franquicia o negociete, el amiguismo, el clientelismo (que nadie se ha ocupado en estudiar, ni falta que hace), el oscurecimiento interesado de cualquier procedimiento de legitimizarse, la búsqueda de padrinos y la explotación de becarios, la manipulación previa de cualquier reparto de poder... Son procedimientos estructurales de generalización del mal que hallan correlato en la justificación, por parte del que se siente desintegrado, del saqueo individual organizado o bandolerismo que puede percibirse en actos como el rumor de descrédito, el robo de grandes almacenes, la desaparición de folios y bolígrafos y la rapiña general de material de oficina, con lo que de algún modo se pretende reducir ese mal abstracto percibido como concreto e infligido de forma siempre difusa, de forma que pocas veces se toma el chocolate espeso. La consagración de los precedentes para hacer las cosas mal en vez para hacerlas bien, el tráfico de influencias, el ninguneo interesado, la falta de incentivos a la dimisión y a la circulación del poder, el trabajo oscuro en los pasillos de ministerios o empresas, las llamadas telefónicas a domicilios privados , la manipulación de horarios o el uso de recursos públicos para fines privados son ejemplos. Todo esto es lo que los sociólogos denominan anomía.

La maldad puede ser pública o privada, pero su abundancia demuestra siempre que la sociedad está enferma: en su grado refleja la temperatura de una fiebre. Hay naciones realmente calientes y gravísimas, como Italia, Méjico, la mayoría de los países árabes etcétera. En el mejor de los casos, cualquier ocasión de hacer justicia se aprovecha para cortar las cabezas de corruptos singulares y encubrir la sustitución de unos corruptos por otros, un partido por otro, etcétera. La situación se vuelve ya alarmante cuando empiezan a cortarse las siempre escasas cabezas honradas, y se vuelve auténticamente horrorosa cuando algún partido toma la hegemonía de la honestidad y se vuelve totalitario, musoliniano o comunista. La corrupción estructural vicia completamente la endeble y frágil democracia en la que vivimos
. Es una corrupción que existe en el sistema electoral, con listas blindadas y cúpulas de los partidos que reparten los puestos en las listas según un riguroso, y no explícito, sistema de mercadeo de favores que impide la circulación del poder de las bases a las alturas. En general, todo el sistema neoliberal es un sistema corrupto en el que está claro que quienes ocupan el poder se encargan de que las leyes que rigen la vida social, política y económica, favorezcan directamente sus intereses particulares aun a costa de los intereses generales o de la mayoría. Un sólido grupo de presión, con límites difusos pero claros, está utilizando todo el sistema a su favor. Lo forman altos ejecutivos de las empresas, altos funcionarios políticos y también altos dirigentes de diversas organizaciones, del poder judicial o de los medios de comunicación. Convirtiendo la propia legalidad en algo corrupto consiguen que nunca se les pueda acusar de corrupción ni de nada en las decisiones malévolas que toman constantemente.

En el biológico siglo XIX, en que se contemplaban en germen muchas cosas que hoy son una auténtica selva, se utilizaban expresiones médicas para bautizar estos males estructurales, que eran sentidos como enfermedades, como hoy en día las tomamos de la arquitectura: se la llamaba corrupción, y su antítesis era la regeneración. La maldad estructural, tan presente en la política, en la religión, en la educación, es una forma de saqueo organizado y, en consecuencia, ni más ni menos que una forma de bandolerismo decimonónico, aunque los trabucos ofensivos y defensivos han sido sustituidos por las leyes y los sumarios. E, igual que el bandolerismo era algo muy regional y concentrado, el estado autonómico no hace sino favorecerlo y desarrollarlo.

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