Ni salvados, ni redimidos. !!Tan sólo amados, llamados y esperados!! Jairo del Agua, 6-IV-2009
Durante siglos nos han enseñado que el pecado del hombre causó una ofensa infinita a Dios. Siendo el hombre un ser limitado, no podía reparar esa ofensa infinita. Era preciso alguien infinito para satisfacer el honor de Dios. Por otro lado, al haber sido cometida la ofensa por el hombre, tenía que ser reparada por un hombre. Eso explica que Jesús (Dios y hombre) se encarne, muera y merezca con su muerte (sacrificio con valor infinito por tratarse de un ser infinito) la reconciliación con Dios. Al quedar pagado el justiprecio por todas nuestras ofensas, quedamos redimidos y los cielos abiertos.
Se me ponen los pelos de punta al recordar esta nefasta doctrina que ha durado casi diez siglos, ha denigrado el rostro de Dios revelado por Cristo y ha causado tanto temor. Bajo ella laten los conceptos de “culpa” y “expiación” judaicos de los que estaba impregnado San Pablo y con los que, a veces, contamina sus cartas. La superada “interpretación literal” de la Escritura nos permite ahora distinguir el diamante (Palabra de Dios) de los defectos causados por su tallador (el escritor sagrado).
En el siglo XI San Anselmo, influido por la literalidad de la Escritura y el ambiente feudal de su época, escribió la teoría de la redención que he resumido. La recogió después Santo Tomás y se ha ido trasmitiendo por generaciones. Ahora los teólogos la rechazan pero no se hace lo necesario para borrar del subconsciente colectivo esa trágica teoría. Cuando se descubre un error, lo recto es corregirlo inmediatamente. Sin embargo, determinados textos oficiales, la liturgia y algunas predicaciones siguen reflejando esa historia.
Pareciera que nuestros dirigentes no comparten que “rectificar es de sabios”. Siguen teniendo un “temor insuperable” a la autocrítica y los pasos adelante. El conservadurismo, disfrazado de tradición, les atenaza. Temen que su autoridad quede mermada por los cambios de rumbo. Piensan y dicen que su sabiduría se identifica con la inmutable e infalible sabiduría de Dios y que son los únicos con tal privilegio. No leyeron la alabanza: “¡Yo te alabo Padre porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos!” (Mt 11,25). Tampoco leyeron a San Paulino de Nola: “Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios”. Tal vez tampoco oyeron a Juan Pablo II: “La fe no se impone, se propone” y se vive -añado yo- porque “hacer es la mejor forma de decir”. Me duele la falta de celo, el inmovilismo, la ausencia de conversión (rectificación). Me duele que al Pueblo de Dios no le lleguen las luces nuevas, la liberación del error y del temor. Aunque comprendo la pesada inercia de los siglos.
Los doctores de hoy, como los de ayer, son expertos en construir torres de Babel con el pensamiento, en hacer encaje de bolillos con la razón. El error surge al apartarse de la realidad, al barajar fantasmas. Esos cerebralismos, esos despegues de la realidad, inscrita en el corazón y recogida en el Evangelio, dibujaron un “dios sádico” (a ras de los dioses mitológicos), capaz de desangrar a su hijo para darse a sí mismo una reparación. ¡Qué barbaridad! ¡Rechazo pública y firmemente ese “dios falso” y esa “redención mercantil”! ¿Qué ceguera nos impidió ver esa terrible idolatría?
¡Me adhiero al Padre revelado por Jesús en la parábola del hijo pródigo! ¡Creo en el Dios Amor que no necesita para perdonar ni pagadores, ni justificadores, ni expiaciones, ni holocaustos, ni sacrificios! Mi Dios es fina lluvia templada que se derrama constantemente sobre sus sedientas criaturas. Es el calor que necesita mi piel, la luz que ansían mis ojos, la música que sosiega e inunda mi ser. Es el perfumado horizonte de flores que busca mi corazón. Es la Felicidad plena que creó al hombre para hacerle partícipe de su felicidad. Es pura Gratuidad que no espera respuesta, sólo anhela que su regalo haga feliz al otro. No hay precios que pagar, no hay expiaciones que colmar.
¿Entonces, la venida de Cristo para qué? Para que no perdamos el regalo. Para que no mendiguemos comida de cerdos teniendo un Padre millonario. Dios nos creó libres “a su imagen y semejanza” pero elegimos emplear ese don contra nosotros mismos. Huimos de nuestra humanidad y nos convertimos en alimañas (“homo homini lupus” decía ya el comediógrafo Tito Marcio Plauto allá por el 200 a.C.). Contagiamos nuestras erradas decisiones a las generaciones siguientes. Y nos fuimos hundiendo en la violencia, el temor, la oscuridad y la desesperación. El Amor gratuito de Dios no podía quedar indiferente y decidió “recrearnos”, enseñarnos a ser humanos.
Para eso viene el Hijo del Hombre, el modelo, para devolvernos nuestra identidad y, con ella, el mapa de la felicidad. Lo dice Juan maravillosamente: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para que quien crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). CreerTener vida significa crecer, realizarse, avanzar hacia la felicidad para la que fuimos creados. Por eso la salvación no está en la cruz, sino en el seguimiento del Salvador:“Yo soy el camino, la verdad y la vida”un Rostro en quien confiar y un Camino para el encuentro. significa confiar, seguir, adherirse a la persona y al mensaje. (Jn 14,6). Él nos reveló
¿Y la pasión y muerte? De ninguna manera son divinas, ni sagradas. Son hechura de nuestras manos homicidas, como lo son “las crucifixiones” a que hoy sometemos a tantos hermanos nuestros. Son nuestra terrible respuesta al que viene a ayudarnos. Lo cuenta el mismo Jesús en la “parábola de los viñadores homicidas” (Mt 21,33). No existe una cruz redentora querida por Dios. Él aborrece el sufrimiento de su Hijo y de sus hijos. Existe el horror de la cruz con la que aplastamos al Justo, al Bueno, al Pacífico, en contra de la voluntad de Dios, para proteger -terrible y vergonzante paradoja- la religión. (Los religiosos de hoy deberían meditar seriamente esa historia).
Ante nuestra libertad criminal, Dios pudo quitárnosla de un plumazo (“¿crees que no puedo pedir ayuda a mi Padre que me enviaría doce legiones de ángeles?” – Mt 26,53). Hubiese sido la destrucción del hombre porque sin libertad dejamos de ser humanos. Su obra creadora hubiese fracasado. La respuesta no fue fulminarnos sino enseñarnos, cogernos de la mano. Y ahí entra la pedagogía del Crucificado: “vencer el mal con abundancia de bien” (Rom 12,21). Ante la atrocidad de nuestra libertad deicida, Él certifica con su sangre el contenido de su predicación: paz, amor, verdad, confianza, perdón, fortaleza, oración, aceptación, etc.
Muchas veces nos quedamos en la sensiblería de la cruz sin darnos cuenta de las lecciones que en ella nos dejó el Crucificado. Tampoco acertamos a ver que la cruz es nuestra espeluznante obra, mientras que el ejemplo del Crucificado y su resurrección es la obra luminosa de Dios. La resurrección probará que esos valores, por los que Cristo se deja matar, son el Camino del triunfo definitivo. Le llamamos Redentor porque nos redime de nuestra ceguera, de nuestros temores y de nuestra desesperanza. Su dolor resucitado, además de certificar el Mensaje, es consuelo y esperanza para los que sufren, en cualquier tiempo, bajo las garras del mal: “No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28).
El corazón maternal de Dios no puede renunciar a su deseo de hacernos felices. Ésa es la finalidad de la creación, de la encarnación y de la pasión. Ése es el regalo de su Gratuidad. Quien estúpidamente lo rechaza en esta vida tendrá que rehabilitarse en la otra, tendrá que hacer la dolorosa gimnasia de convertirse en humano y sufrir indeciblemente al darse cuenta de que rompió su décimo premiado. La posibilidad de ser feliz está indisolublemente ligada a la naturaleza humana. Un perro podrá estar satisfecho pero nunca feliz. Nadie que renuncie a la “imagen y semejanza”, inmersa en su humanidad, podrá encontrar la felicidad. Por eso “la parábola del hijo pródigo” -síntesis de todo el Evangelio- es una historia de gratuidad, libertad errada y felicidad recuperada (“volveré junto a mi Padre”).
Ni salvados, ni redimidos, pero sí iluminados, amados, llamados, atraídos, esperados y abrazados. De ti depende caminar el Camino de tu redención, tu salvación, tu humanización y tu felicidad. Él siempre te acompañará con abrazos florecidos y besos horneados
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