jueves, 22 de abril de 2010

Extraño caso es este

—Extraño caso es este —dijo Sancho— destos negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no echen de ver que en crisis como estas no se ha de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, como don Baltasar Garzón, no somos hombres de carne y de hueso, sino que quieren que seamos hechos de piedra mármol? Por Dios y en mi conciencia que, si me dura el gobierno, que no durará, según se me trasluce, que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre, pero adviértase primero no sea alguno de los espías o matador mío y hágase luz, que está oscuro.

—No, señor —respondió el paje—, porque parece una alma de cántaro y, yo sé poco o él es tan bueno como el buen pan; y lo amerita ser natural de La Manchurria, como su excelencia el gobernador. Y luego muy presto traeré palmatoria y haré luz, que no falta aceite, aunque se cobre a real el cuartillo.

—No hay que temer —dijo el mayordomo—, que aquí estamos todos.

—¿Sería posible —dijo Sancho—, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Ferrán Adrián, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?

—Esta noche a la cena se satisfará la falta de la comida y quedará vuestra señoría satisfecho y pagado —dijo el maestresala.

—Dios lo haga —respondió Sancho.

Y en esto entró el constructor, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y gordo y lucio y muy buena alma. Lo primero que dijo fue:

—¿Quién es aquí el señor gobernador?

—¿Quién ha de ser —respondió el secretario—, sino el que está sentado en la silla, que no por no ser arzobispal, como la de su eminencia el de Toledo, que Dios guarde, es menos importante?

—Humíllome, pues, a su presencia —dijo el constructor.

Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela Sancho y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el constructor y luego dijo:

—Yo, señor, soy constructor, natural de La Manchurria, un lugar que está a una hora de AVE, muy cerca de Madrid.

—¡Otro Ferrán Adriano tenemos! —dijo Sancho—. Decid, hermano, que lo que yo os sé decir es que sé muy bien a La Manchurria, y que no está muy lejos de mi pueblo.

—Es, pues, el caso, señor —prosiguió el constructor—, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la santa Iglesia Católica Toledana, y aun en la Basílica Vaticana de la Torre Gorda, donde el cielo azul lloró una lágrima, como dicen los librotes del Taja-Majal; tengo dos hijos en la misma cofradía en la que el señor gobernador es gran hermano o hermano mayor, que el menor estudia para parado o quier que detenido, y el mayor para político; soy viudo, porque se murió mi mujer, o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que se formó con la ESO y la purgó estando preñada, que si Dios fuera servido que saliera a luz el parto y fuera hijo, yo le pusiera a estudiar en un privado para cofrade, porque no tuviera invidia a sus hermanos el parado o detenido y el político, pero sí más suerte que ellos.

—¿De modo —dijo Sancho— que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo?

—No, señor, en ninguna manera —respondió el constructor.

—¡Medrados estamos —replicó Sancho— que razones como estas se las he oído a mi Sanchica, después de haber estudiado la ESO! Adelante, hermano, que es hora de dormir más que de negociar.

—Digo, pues —dijo el constructor—, que este mi hijo que ha de ser político quiso emprender un negocio de vuelos y otros excesos y compró unos majuelos para hacer una pista de aterrizaje, tras conquistar a trancas y barrancas los permisos de la Inquisición, que en eso de volar y otros excesos no las tenía todas consigo, y cerró negocios con la compañía voladora Clavileño, así como con unos moriscos que querían importar hierbas africanas y unos hidalgos manchurrianos, que habían estado con don Diego de Almagro y Cristóbal de Mena allá en el Pirú y querían llevarse aquí más hierbas, sobre todo unas aromáticas que son muy buenas para el espíritu y curan la melancolía de modo, que no hay más que ver y el señor don Quejoso quedaría muy contento y ya no pensaría más en Chuchinea. Y de este agio nosotros, que somos agiotistas, estaríamos muy felices y venturosos. 

–No los comería yo con más dientes, pero vive Dios, a fe mía, –replicó Sancho– que no es poco osado vuestro hijo, y peregrinas y nunca vistas las empresas que ha osado acometer.

–Pues aún más se aventuró mi bendito, porque quiso traer a estos lares y andurriales manchurrianos a mucha gente de Murcia, jugadora del dos, y montar una casa de leones o de juego, de cuyo beneficio se diese mucho barato a comerciantes y ricoshombres de nuestra tierra, mirusté, y así recaudar por mis pecados más oro, perlas y esmeraldas que la Garduña de Sevilla; es más, como que, animado yo por su misma venturosa visión, levanté chozos-casas en Valtimado, que ni el señor Enron ni los hermanos Lemandrines de que hablan los libros de caballerías las tuvieron mejores ni más ricas ni mejor acondicionadas. Y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de lo que cuento, que al fin al fin es mi hijo, lo quiero bien y no me parece mal.

—Pintad lo que quisiéredes —dijo Sancho—, que yo me voy recreando en la pintura y, si hubiera comido, siquiera unas gachas, no hubiera mejor postre para mí que vuestro retrato.

—Eso tengo yo por servir —respondió el labrador—, pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no semos. Y digo, señor, que fuera cosa de admiración, pero no puede ser, a causa de que está agobiado y encogido y tiene deudas para dar y tomar, y la crisis le ha topado tan de recio, que ni todas las rentas y arcas del Arzobispo de Toledo podrían llenar sus vacías faltriqueras y gatos.

—Está bien —dijo Sancho—, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado vuestro asunto de los pies a la cabeza y me maúlla a mí bien otro gato. ¿Qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.

—Querría, señor —respondió el constructor—, que vuestra merced me hiciese merced de darme una carta de crédito para que nos diesen más dineros, suplicándole sea servido de que esta componenda se haga, pues somos desiguales en los bienes de fortuna y en los de la naturaleza, y es menester el dinero del pobre para que el rico lo siga siendo y no seamos pobres todos. Porque, para decir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado por la codicia, y no hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus, y de haber caído una vez en el fuego tiene el rostro arrugado como pergamino y los ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es que se aporrea y dase de puñadas él mesmo a sí mesmo cuando juega al pelotamano y zurrase a escritores públicos y periodistas y gente de tan mal pelo, fuera un bendito.

—¿Queréis otra cosa, buen hombre? —replicó Sancho, no muy desabrido.

—Otra cosa querría —dijo el constructor—, sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda de costa de mi político; digo, para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a las impertinencias de hipotecarios malvados y tener casa barata y acomodada para sí y sus parientes y cofrades y deudos y amigos, en el parajote llamado el Quesito o en Madrid, que de ahí márchase al cielo, sin necesidad de vuelo con la compañía Clavileño.

—Mirad si queréis otra cosa —dijo Sancho— y no la dejéis de decir por empacho ni por vergüenza.

—No, por cierto —respondió el constructor.

Y apenas dijo esto, cuando levantándose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba sentado y dijo:

—¡Voto a tal, don patán rústico y malmirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados? ¿Y dónde los tengo yo, hediondo? ¿En la Caja de Castilla Sin Blanca? ¿Y por qué te los había de dar aunque los tuviera, socarrón y mentecato? ¿Y qué se me da a mí de La Manchurria ni de toda la Cofradía de Mangantes, Cabezudos y Caballeros Mamandantes? ¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor que haga lo que tengo dicho! Tú no debes de ser de La Manchurria, sino algún socarrón que para tentarme te ha enviado aquí el Infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, ¿y ya quieres que tenga seiscientos ducados?

Hízole señas el maestresala al constructor que se saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y al parecer temeroso de que el gobernador no ejecutase su cólera, que el bellacón supo hacer muy bien su oficio. Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y volvamos a don Quejoso, que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualidad y verdad que suele contar las cosas desta prolija historia, por mínimas que sean.

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