lunes, 21 de junio de 2010

Digresión

Ingiero siete pastillas al día (y un sobrecito) y duermo (mal) con un ruidoso cepac o respirador, y aún así estoy hecho polvo. Dentro del pesado saco de mí mismo mi yo se siente alienado por su cuerpo y enterrado en su vida y sus rutinas de saco que se vacía una y otra vez. Y todo por adoptar la posición erguida, por mantenerse en pie, por consistir todos los días. Seguramente me van a operar a fin de año; uno quisiera sobrevivir más por la gente que lo necesita (consistir y persistir y asistir, incluso resistir, no existir), esto es, por la familia, que por lo que Shakespeare decía, por el temor a algo peor o a una completa ignorancia, porque, si cuando estamos vivos sabemos al menos algo, cuando no lo más probable será que no sepamos nada, ni siquiera si tenemos familia (aunque el familión muerto es mucho mayor que el vivo). La reencarnación sería espeluznante, sobrellevar otra vez las fatigas, dolores, injurias, desvíos, agravios, desilusiones, esfuerzos e injusticias que depara la vida; no en vano sólo se podría soportar con una buena dosis de olvido de todo lo anterior (¿quién o qué sería capaz de algo así? ¿Quién o qué nos da el olvido?) El alma inmortal sería una cerilla eterna, que nunca se gasta: es un castigo insufrible, pues, si somos de verdad inmortales ¿qué sentido tendría portarse bien o mal? No llega ni a idea, sino lo más a superstición de beata, y para los científicos pecar contra el segundo principio de la termodinámica. Menos absurda parece la vida miserable e infinitesimal de los sumerios, o la que los indostánicos dan a sus espectros, la vida de lo descompuesto, una vida de sombras debiluchas que se alimentan de polvo y de sueños y que la demencial mitología cinematográfica se figura en forma de zombis dolientes y tontainas. Nuestra vida la heredan los gusanos que nos meriendan, las larvas que nos pudren y los enlaces químicos que nos corrompen. Pero están los que lo necesitan a uno, los que no son conscientes de todas esas miserias, y eso es lo que, como bien sabía el Unamuno del San Manuel, nos hace a todos, a usted y a mí, dejar la noche para luego y levantarnos con el sol y con la cruz todas las mañanas; ese es el único fermento de la voluntad. Trabajamos con la esperanza de que algunos de nosotros puedan morir con esperanza.

Pero siempre hay alguno (y alguna) que insiste en jorobarnos la esperanza.

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