Mi noche de San Juan ha sido bien dormida, aunque de las más cortas del año. Me despierto con la prohibición del burka; a las musulmanas eso les debe parecer como si forzaran a las españolas a ir en pelotas porque prohibieran el bikini o enseñar sólo el ombligo. Soy partidario de la prohibición, pero para mí la diferencia es tan vaga como la de escribir de derecha a izquierda o de izquierda a derecha: ciertas culturas van de dentro afuera y otras, por lo general semíticas, de fuera adentro; unas van de lo uno a lo múltiple y otras de lo múltiple a lo uno; unas son analíticas y otras sintéticas, unas politeístas y otras monoteístas, unas matriarcales y otras patriarcales; no se va a cambiar la extroversión y la introversión con un mero detallito superficial.
Tuve que ir al Hospital General, para hacerme radiografías traumatológicas; estaba tan asistido y abarrotado que me entró tentación de sentarme en el suelo por falta de silla; es reciente y ya se ha quedado pequeño y encogido. Aquí las más perentorias necesidades del enfermo se atienden cuando ya ejerce de muerto y marcha por la quinta misa de aniversario; en la sala de espera eterna del primer piso el suelo no era ya ese escheriano delirio trapezoidal que abruma la planta baja, sino un vulgar terrazo de granito y conglomerado moreno, aunque donde estaban las máquinas de triturar pacientes lo que había era un silencioso linóleo verde; entre los lisiados pacientes, viva imagen de Nuestra Señora de la Resignación, había muchos sofocados por el asqueroso calor y se abanicaban, a falta de algo mejor, con órdenes de asistencia y otras burocracias, aunque moscas pegajosas y fruteras no había; sí, por el contrario, varios enfermitos en silla de ruedas con el pie escayolado y en ristre, en especial una señorita que parecía salida de un penalty sudafricano congelado en el tiempo y que, aburrida de contemplarse el pinrel todo el rato, no se le había ocurrido otra cosa que pintarse las uñas de color hulla; no tenía la escayola escrita con graffiti de visitas, así que o vivía en zona ignota o se había accidentado hacía poco o era tan antipática que nadie la echaba de menos; otro era un tatuadísimo, pero más gordito que fornido, cabeza rapada tapizado de demonios, pentáculos y demás horteradas jevis; vestía una camiseta negra sin mangas y un pantalón corto vaquero y a su lado su novia le cogía amorosamente la mano; tenía tres dedos del pie izquierdo cuidadosamente vendados, quizá por haberse levantado con él un mal día. Esto de los tatuajes ya es muy común en España; había una tal Alejandra con su nombre en caracteres griegos, pero el artista era tan ignorante que le había sustituido la ji por una fi: Alefandra; como si fuera un injerto de Alejandro en elefante y escafandra; nueva muestra de desprecio a las humanidades. Aparte de los habituales vejeteles y vejetales, de un lado a otro paseaban señoritas propietarias de culos portentosos, eminentes y formidables. Pero a mi lado tenía a una reina de Francia llamada María Antonieta, más sosa que una berza y que llevaba a su reina madre fosilizada en otro carrito de la compra, uno americano con deficiente sistema de suspensión y sin cambio de marchas. Yo meditaba bajamente y después de haberme radiado cada pie a la pata coja, en un aparato que parecía algo así como una horca con una caja de Juegos reunidos Geyper colgando, el doctor me descubrió que tengo las falanges del dedo gordo más cortas y un pie plano y el otro cabo; no son unos pies como para andar muy derecho en la vida, la verdad.
La vuelta fue en autobús; si les puede resultar útil, sepan ustedes que el mejor lugar de un autobús es siempre en el fondo a la derecha: las instalaciones de aire acondicionado están siempre a mano diestra (si estuvieran a la izquierda estorbaría el mecanismo de las puertas), porque además en el ángulo del fondo el aire frío que sale de arriba no se dispersa; además, como la puerta está cerca, no llegan a aglomerarse muchos ocupantes y se puede contemplar todo el panorama.
Me he reincorporado al Instituto; muy bien, ningún problema; creo que me he reestructurado bastante bien.
Tuve que ir al Hospital General, para hacerme radiografías traumatológicas; estaba tan asistido y abarrotado que me entró tentación de sentarme en el suelo por falta de silla; es reciente y ya se ha quedado pequeño y encogido. Aquí las más perentorias necesidades del enfermo se atienden cuando ya ejerce de muerto y marcha por la quinta misa de aniversario; en la sala de espera eterna del primer piso el suelo no era ya ese escheriano delirio trapezoidal que abruma la planta baja, sino un vulgar terrazo de granito y conglomerado moreno, aunque donde estaban las máquinas de triturar pacientes lo que había era un silencioso linóleo verde; entre los lisiados pacientes, viva imagen de Nuestra Señora de la Resignación, había muchos sofocados por el asqueroso calor y se abanicaban, a falta de algo mejor, con órdenes de asistencia y otras burocracias, aunque moscas pegajosas y fruteras no había; sí, por el contrario, varios enfermitos en silla de ruedas con el pie escayolado y en ristre, en especial una señorita que parecía salida de un penalty sudafricano congelado en el tiempo y que, aburrida de contemplarse el pinrel todo el rato, no se le había ocurrido otra cosa que pintarse las uñas de color hulla; no tenía la escayola escrita con graffiti de visitas, así que o vivía en zona ignota o se había accidentado hacía poco o era tan antipática que nadie la echaba de menos; otro era un tatuadísimo, pero más gordito que fornido, cabeza rapada tapizado de demonios, pentáculos y demás horteradas jevis; vestía una camiseta negra sin mangas y un pantalón corto vaquero y a su lado su novia le cogía amorosamente la mano; tenía tres dedos del pie izquierdo cuidadosamente vendados, quizá por haberse levantado con él un mal día. Esto de los tatuajes ya es muy común en España; había una tal Alejandra con su nombre en caracteres griegos, pero el artista era tan ignorante que le había sustituido la ji por una fi: Alefandra; como si fuera un injerto de Alejandro en elefante y escafandra; nueva muestra de desprecio a las humanidades. Aparte de los habituales vejeteles y vejetales, de un lado a otro paseaban señoritas propietarias de culos portentosos, eminentes y formidables. Pero a mi lado tenía a una reina de Francia llamada María Antonieta, más sosa que una berza y que llevaba a su reina madre fosilizada en otro carrito de la compra, uno americano con deficiente sistema de suspensión y sin cambio de marchas. Yo meditaba bajamente y después de haberme radiado cada pie a la pata coja, en un aparato que parecía algo así como una horca con una caja de Juegos reunidos Geyper colgando, el doctor me descubrió que tengo las falanges del dedo gordo más cortas y un pie plano y el otro cabo; no son unos pies como para andar muy derecho en la vida, la verdad.
La vuelta fue en autobús; si les puede resultar útil, sepan ustedes que el mejor lugar de un autobús es siempre en el fondo a la derecha: las instalaciones de aire acondicionado están siempre a mano diestra (si estuvieran a la izquierda estorbaría el mecanismo de las puertas), porque además en el ángulo del fondo el aire frío que sale de arriba no se dispersa; además, como la puerta está cerca, no llegan a aglomerarse muchos ocupantes y se puede contemplar todo el panorama.
Me he reincorporado al Instituto; muy bien, ningún problema; creo que me he reestructurado bastante bien.
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