Dimos una vuelta por el pueblo para buscar temas; Alcázar es una ciudad en declive, de paredes desolladas y desencaladas con jirones de papel y anchas calles que, como la Emilio Castelar, están flanqueadas de almacenes sin nada que almacenar y tiendas de ultramarinos clausuradas desde los setenta y que no han vuelto a abrir desde que el ferrocarril quedó atrasado y obsoleto en algún lugar del siglo XX; la mejor taberna es La cueva de Manolo, que es de un retro impresionante, con esa tremenda colección de botellines y vasos de cerveza de marca; sin duda alguna, si alguien quiere coger un tablón bien cogido, debe ir a ese subterráneo infernal, que se halla por la plaza de Palacio más o menos. Más académicamente, cuenta con monumentos impresionantes, como la torre a cuyo pie se eriza una escultura que semeja una población de cerillas disjuntas y la roja iglesia, de origen visigodo, de la plaza de Palacio; también la iglesia de la antigua Santa Quiteria, sobre cuya curiosa leyenda me extendí hace tiempo. Los pintores son una tribu grata de ver, si no tuvieran una lengua de víbora para darse cañonazos entre ellos; aunque todos pretenden distinguirse, su misma rareza los hace uniformes; los hay jóvenes o vejetes, y llevan o perilla, o sombrero, o melenas, o greñas, o coleta, o trenzas o una barba de abuelo Heidi bien cortada y, sin excepción, calzan sandalias o deportivas de diseño y portan camisetas limpias u ocurrentes. Como estábamos deshidratados, íbamos arrastrándonos por las aceras diciendo: "Un Mercadona, por amor de Dios"; lo encontramos, y nos resarcimos con bebidas isotónicas baratas. Cenamos en un chino; los rollitos se hallaban tan huecos que se diría que la primavera ya se ha ido y nadie sabe como ha sido; unos malos rollitos. El arroz con unas gambas que dónde están las gambas. Estos chinos nos engañaron como a unos occidentales.
Nos albergamos en un hostalucho cutre y sombrío que era en realidad un picadero de polvos de fin de semana; hasta la tv estaba sintonizada en canales de culo y tetas y tenía el sonido alterado para que no se subiese más de lo marcado. La alfombra tenía manchas inmundas y el aire para respirar se reducía a un ventilador africano de esos que venden los moros de puerta en puerta; para curarse de espantos, la concierge cobraba por adelantado, se iba por las noches y no estaba por las mañanas. Mi mujer y mi hija dormían al lado; yo me acomodé en una de esas colchonetas de pitufo que ya me encontré en hoteles como el de Valdemoro, y no pegué ojo en las tres horas de sacrificio que pasé allí. Por fin nos levantamos con las gallinas y nos fuimos a la estación, sorteando la hilera de vomitonas de la acera. Unos vagabundos se hallaban a la puerta con un carrito de Mercadona lleno de mantas; esos se habían levantado antes que nosotros. Una bien vestida familia de ecuatorianos también se nos había adelantado. Y eso es todo.
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