Una fuerza impersonal construida con trozos impersonales de muchos se dedica a jorobarnos haciéndonos menos personas. Es ante todo una especie de abandono moral o desesperanza que cualquiera puede encontrar en sí mismo. Algunos lo hacen más por pose social y fashion que por cualquier otro fundamento serio (siempre queda mejor pasar por ácido para los otros que por nada para uno mismo); pero ahora, como siempre, lo que la gente ha necesitado, especialmente en épocas de crisis y más que nunca, es un patrimonio impalpable de fe; fe en sí misma, en Dios o en lo que sea. Necesitamos entereza (o integridad, que es lo mismo) o nuestro yo se fragmenta ante las acometidas del entorno. Para evitarnos esta poliorcética necesitamos confiar en algo, copiar un modelo no otro de honestidad, que invariablemente es universal en sus principios más que en sus fines, puesto que no hay fines. A eso se reduce la moral, a dar ejemplo y no sermones. La fe se convierte así en caridad, y con esa caridad se construye y reconstruye una y otra vez la esperanza. Pero sin fe es imposible levantar todo lo demás. Y esa fe hay que depositarla no en uno mismo, sino en los demás, especialmente en los más opuestos a uno; eso es lo que entendió el Galileo mejor que nadie, que todo gira en torno a los otros, y eso es lo que nadie parece querer entender, cuando menos aceptar, hoy. Exige demasiado esfuerzo, el esfuerzo del heroísmo y del ridículo. El esfuerzo de un ejército de Quijotes sin nombre (aunque algunos pensaron se llamaba Quijano, Quesada, Quijada o lo que fuera por conjeturas verosímiles).
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