domingo, 7 de noviembre de 2010

Las grotescas ambiciones de los muchos

De verdad que hay gente incomprensible. Desean demasiado demasiadas cosas. Para ellos la felicidad no es ir prescindiendo de lo inútil y accesorio, sino ir acumulando lo que joroba tanto como al camello de Nietzsche. No hay saciedad suficiente a su fáustica hambre de sensaciones, de dinero, de propiedad. Neciamente se la llama propiedad, pero nada hay menos propio, o más ajeno, que esa propiedad, con frecuencia arrebatada a los otros y que es tan pegadiza o postiza como la carne y los huesos que nos llevamos al sepulcro. Los budistas, para librarse de tanta carga, cogen una piedra y se concentran en ella hasta que la conocen en absoluto, tanto que pueden prescindir de ella, de su existencia real, porque la han interiorizado por completo; después empiezan a descomponerla en sensaciones en su mente hasta que inexiste; posteriormente emprenden similar operación con su yo. Así llegan a ese estado llamado Buda, o al nirvana de la escuela zen.

¿Qué deseo yo? Como los budistas, principalmente no sufrir y que no sufra la gente a mi alrededor; tal vez eso sea más egoísta de lo que parece, porque considero realmente que casi toda la gente sufre viendo sufrir; no soy de los que crean que una mayoría sienta schadenfreude (según las estadísticas, el sesenta por ciento de la gente siente schadenfreude), creo que la bondad humana existe y que podría encontrarse incluso en el más bestia. No creo que la hidalga "vergüenza ajena" que caracteriza a los castellanos sea algo aprendido o cultural, como caracteriza al hidalgo catalán el seny. De hecho, creo que la mayor raíz de infelicidad del hombre contemporáneo ha radicado en creerse malo cuando en realidad es bueno, esto es, creerse algo que no es ni puede ser por más que se esfuerce, o ignorar, ningunear o arrinconar su ingénita bondad. Todas esas utopías inhumanas, el nazismo, el comunismo, el capitalismo, por ejemplo, son aprendidas, y se reducen a que el hombre ha creído ser más de lo que es y, también, mucho menos de lo que es realmente. El hombre debe esforzarse en encontrar el tamaño justo que sirve a su esperanza para poderla encarnar y que habite entre nosotros.

Debo dejar estas líneas, pues otras ocupaciones me reclaman.

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