miércoles, 19 de enero de 2011

La Dolores.

Ayer, que comienza con ay, y recostado en el chaflán o cantón del Guridi, miraba pasar a la gente mientras la niebla tendía sus harapos. De joven hacía lo mismo, pero embutido en una gabardina a lo Bogart; ahora lo que me deja vestir mi mujer es una chaqueta que hace las veces de cuero. Dentro estaba atestado y yo, harto de tanta ocupación extraña y miembro de lo que Cela llamaría "la vieja guardia del café", me mudé definitivamente y para siempre a otro mucho mejor y más cercano a casa, aunque es de Calatayud: La Dolores, donde todavía puede uno sentarse, leer periódicos, tomar notas y disfrutar de un té con limón. Está aledaño a la antigua carpintería de Santiago. Soy recibido con miradas ansiosas y decepcionadas; conozco bien esos ojos depredadores, por lo general en busca de ligue homosexual. Se ve que este lugar es un vergel tan recóndito y escondido como el Paraíso después de que la parejita y el Ángel de espada llameante lo dejaran. Pues lo siento, pollos, soy hetero, y tampoco es que tenga muchos encantos que ofrecer, fuera de mi barrigón de patricio romano. Si queréis de eso iros a la estación de autobuses, que es el desfiladero de los mascachapas.
Uno tiene amigos hasta en las cloacas, y cloacas hay por doquier. Ayer murió el gorrilla gordo que pedía en el aparcamiento del parque Gasset; debía estar entre los treinta y los cuarenta y nadie lo veló en el Tanatorio. No se sabe de qué murió, aunque se podía sospechar. Hace unos días vi a una familia entera de ecuatorianos arrojada a las puertas de un cajero automático de la calle de la Mata, cerca del tugurio de Obélix y la depravada calle Sancho Panza. Me imaginé que habían sido deshauciados por no pagar el alquiler; ni siquiera podían entrar dentro del cajero para no pasar frío. Sus miradas, ausentes, parecían mirar un horizonte de más relumbrón que este; pobrecillos. Por la calle andaba un alumno del Carlos Vázquez paralítico cerebral, con su dramático despliegue de manotazos y pisotadas; en todo ese desorden se adivinaba una voluntad férrea que dirigía su destino y arrastraba la mochila con precisión de estrella polar. A la mañana los leñadores del ayuntamiento hacían su particular matanza de Texas podando con estrépito la cabellera de los árboles y dejando el suelo lleno de alas cortadas. No se podía dar clase con todo ese fragor, y al salir uno tenía que saltar por encima de los miembros de cadáveres y las hojas. El viento estaba aromado de ceniza de sarmiento, gasoil y castañas asadas, y se vendían delicias de San Antón; las niñas llevaban sus pájaros y gatos a bendecir. En el pasado, cuando andaba por Almagro, siempre saludaba al hermano gorrino que garruleaba campeador por las calles como un vecino más, buscando agujero donde hozar. Ahora, todo lo más, lo único que se puede ver de vez en cuando por Ciudad Real es a la alcaldesa o a su antaño antagonista, Amador, al que le da por salir a la calle a la misma hora que yo con germánica regularidad.
Maltrato mi cuerpo con saña; es el amigo más fiel que he tenido, debía guardarle más consideración y respeto, pues de él pende mi vida; sin embargo lo deterioro con una tenacidad que necesitaría para mejores oficios. A veces el corazón me caracolea en el pecho, corcova, se agazapa o da un respingo; otras veces trastabilla, tropieza o hace renuncios, o agosta y reseca su ramaje a cualquier soplo. Soy un altibajo de pulso en el horizonte y me da por pensar en lo que cualquier manotazo duro o golpe helado podría hacer con mi familia; sin embargo, sigo maltratando mi cuerpo con saña bestial. No hay advertencia que valga, no hay razón que pondere: me dirijo a mi nicho obcecado como un kamikace. Mañana voy a Madrid a entrevistarme con el cirujano; veremos, dijo un ciego.
Si vas a Calatayud,
pregunta por la Dolores,
que una copla la mató
de vergüenza y sinsabores.

1 comentario: