Las evaluaciones deprimen a todo el mundo (alumnos, padres, profesores); parece que los únicos invulnerables a ese tipo de depresión son los políticos, que sólo parecen vulnerables a su propio encanto y el de su bolsillo. Pero hablo de profesores. ¿Quién soy yo para poner notas y medir el aprovechamiento de la gente, aunque sea en una disciplina de la que algunos dicen sé un poco? ¿Cómo puedo valorar de forma precisa las circunstancias, el mérito, la voluntad, el trabajo de una persona? Se dispone de instrumentos para calibrar todas esas cosas, pero ¿quién me dice que un trabajo, un examen o un ejercicio no ha sido copiado o elaborado por otro o que no ha estudiado con barbitúricos que aumentan la memoria? ¿Que el mérito que se tenga no se deba más a la genética, a unos padres entregados, a unos buenos profesores particulares, a la posesión de libros, ordenadores y medios, a la riqueza de circunstancias, en suma? Si la Biblia dice que "no juzguéis y no seréis juzgados", también dice que "por sus frutos los conoceréis". Pero a mí la "simpatía", palabra que los romanos tradujeron por "compasión", me va pesando ya más que la estricta medición de algo tan cualitativo e intangible como es la comprensión de un texto y su encarnación en la experiencia y la cultura del individuo. Comprender los textos me ha hecho "comprensivo" de las personas, también. Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno (aunque no sé, a ciencia cierta, qué pueda ser lo humano); después de todo, lo que uno enseña son humanidades, y no hay nada más humano que la apertura y el respeto, o incluso el amor, no sólo a las personas, sino a los animales, a las cosas, a las tradiciones. A veces añoro esa antigua materia escolar, la "Lectura", en que nos hacían leer en voz alta. Cómo disfrutaba yo paladeando palabras, recitando esos ritmos de música extraña y a veces oculto significado. Todo debería reducirse a eso, a leer y a escribir, y poco más. Pero vienen los gramáticos con sus andamios sintácticos y los retóricos con sus artilugios para consegir efectos mágicos y ya está montado el tenderete que nos aleja de la motivación esencial: el deseo de saber de forma pura y directa, el deseo de conocer lo nuevo que hay en lo viejo, y lo viejo que hay en lo nuevo.
Contigo, cuartil superior
ResponderEliminarSupongo que si me hubiera topado con tu gesto paciente como discente la expectativa sería notable o sobresaliente, pudiendo caer al bien si eres muy de trabajitos y reglas de obligada observancia.
Es cierto que las evaluaciones deprimen a todo el mundo, pero mucho peor sería que exprimieran a todos, profesorado mal pagado, alumnado ninguneado... incluso que les reprimiera, como cuando no puedes decir lo que sabes por la censura estatal, ambiental o personal.
Claro que, desde un punto de vista ¿positivo?, imprimen carácter y determinación, cómo si no, creer en sus dictámenes. Aunque bien mirado, únicamente sirven para comprimir la sabiduria de cada cual, si el evaluador resite las ganas de oprimir a cuantos le rodean. Pero lo más peor que encuentro son las evaluaciones que deciden a quien a hay que suprimir. Ahora pienso que este post podría haberse titulado- La inmoralidad de la pena de muerte al desnudo, con motivo de los exámenes de secundaria.
Amen, la retórica.