Alzar un soneto, sobre todo si se pretende bueno, no pinta fácil, lo diga Hurtado, Lope o quien fuere. Porque si una torre de ladrillos se levanta de abajo arriba, una de sílabas lo hace de arriba abajo, y por eso es una torre expugnable y caediza, levantada sobre arenas de viento y hecha asimismo con enredos de vientos y desalientos. En eso los poetas no aprendemos de los albañiles, o, por ser menos humildes, como corresponde a engreídos líricos, de los arquitectos. Luego está el problema de la rima, que vuelve esclavo al poeta de una tradición de consonancias cortesanas y tópicos manidos. Puede probar el audaz formas que no tengan cuatro lados, como las tumbas, o las más libres, que no libérrimas, del soneto modernista, con sus versos encogidos o desenvueltos y sus rimas alternas, pero siempre tendrá a mano la tentación cernudiana de callar en prosa. Yo mismo guardo en las entretelas íntimas de mi ordenata los restos u osamentas de varias torres que no han pasado de los dos cuartetos e incluso de uno; son torreones más viejos que los de Joray, tan caducos y vencidos de la edad ya en tiempos de Quevedo como llenos de lechuzas y aves de mal agüero. Habiendo pergeñado algunas decenas de sonetos de los que soy culpable, incluso me atreví a ensayar el alejandrino alterno con endecasílabo, intentando vanamente simular el dístico elegíaco latino, de forma que me saliera una columna más acordeónica que salomónica. Era una simulación de latido, la forma mínima de vida, un temblor, una sístole y una diástole. No pasé más allá: me faltaba tiempo, silencio y ocio suficiente para intentar empresas que sé como emprender e iniciar, pero quizá no cómo terminar.
En todo caso, el mester de poesía muchas veces se vuelve un puro mester de tontería. Sólo hay que ver cuán egoístas son los plumíferos gilipollos entregados a versearse el ombligo.
En todo caso, el mester de poesía muchas veces se vuelve un puro mester de tontería. Sólo hay que ver cuán egoístas son los plumíferos gilipollos entregados a versearse el ombligo.
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