domingo, 10 de abril de 2011

Viaje a Miguelturra

Emprendemos un viaje a Miguelchurra el sábado, levantándonos para ello a las ocho de la mañana. Muchos ciudarrealeños han estado en Perú, en todas partes de América y de África y en amplias zonas de Asia y Oceanía, pero no han estado en el pueblo de al lado, en Miguelturra. Hagan la prueba. 

Me había acostado a las tres porque quería ver el último episodio de Espartaco, sangre y arena. Todas las versiones de la historia de Espartaco se obstinan en ignorar que procede de la novela de Arthur Koestler (1940) o del arreglillo de Howard Fast (1951) en que se basó Dalton Trumbo para la película de Kubrick; está bien, lo dejo aquí apuntado. A la versión televisiva le sobra truculencia y hormonas (sexo, violencia, musculitos y emociones desatadas), hay que reconocerlo, pero es que el tema se presta y se las trae; la historia real muy bien hubiera podido ser así o incluso peor y confieso que estos culebrones a la romana (véase Roma y Yo, Claudio) me fascinan, porque soy lector de novelas históricas. Me iba a dormir cuando me quedo a un Experidente X que no he visto. Trata de un fotógrafo de crímenes inmortal. 

Bueno, que nos despertamos. Yo me izo a mi mismo como el Barón de las Castaña, pero con ayuda de cabrias y gavias y nos embutimos en nuestra lata con ruedas mi suegra, mi mujer, mi hija y yo. El pretexto oficial es un concurso de pintura rápida al que nuestra hija se ha empeñado en ir. A lo lejos se dibuja la torre gorda bajo la azul mejilla del infinito: parece que el infinito lloró una lágrima. Miguelturra es algo así como la legaña. La Torre gorda es el Taj Majal de La Mancha, el Vaticano de un hipotético estado pontificio manchego, la mano de un almirez para majar gachas.

Si la Torre Gorda
fuera de azúcar,
estarían los miguelturreños
chupa que chupa.

Se nota que esta seguidilla irregular está hecha por culipardos (ciudarrealeños, en despectivo), porque lo que cuadra más a la métrica en el tercer verso es churriegos (miguelturreños, en despectivo) con dislocación acentual o sinéresis, y contando con la anacrusis del primer verso. Ambas poblaciones se odian cordialmente desde la medieval batalla de Malas Tardes entre los realengos de Ciudad Real y los calatravos de Miguelturra. Ellos dicen que Ciudad Real es un barrio de Miguelturra. Nosotros les llamamos pastores de ovejas de lana mala, es decir, de churras, churriegos. Ellos, por los calzones pardos que vestían los merinos o sheriffs de la Santa Hermandad, nos llaman culipardos, en correspondencia con la lana buena de las ovejas merinas. Pero la copla dice bien del espíritu aprovechado de los Perlerines miguelturreños, que tan bien supo captar el alcalaíno eterno.

El día anterior fuimos a Miguelturra de noche, como don Quijote y Sancho Panza cuando entraron a oscuras en un villorrio y dijeron "con la iglesia hemos dado, Sancho". Porque eso fue los que nos pasó cuando subíamos la cuesta de la torre del Cristo, que así se llama, y parecía emerger como el cabezón de uno de los desaforados gigantes que decía don Quijote. Más que darnos un morrón nos dimos un torrón. El lugar es lúgubre: en el jardincillo que rodea el monumento como un preservativo había tres viudas negras sentadas hilando conversación, como las tres Parcas de Goya, lo que espeluznaba bastante. Pero no se acabaron las viudas ahí: por la mañana nos encontramos con una invasión de viudas de toda La Mancha, que venían a un congreso o algo así y ocuparon toda la plaza. Cada gurupo llevaba un estandarte, pendón o pancarta con las letras de su pueblo de origen; aquello parecían las legiones viudas de algún Hitler. Yo me quedé sin poder mear, porque de tanto constreñimiento y autopullman las mujeres estaban querenciosas de ganar el baño del bar en la plaza y una treintena de meonas había tomado posesión también del meadero de hombres, montando guardia en una larga cola, y nos echaron. Las viudas ya se sabe.

Nos sentamos en un banco de metal de la plaza de la Constitución. Los encantos de mi suegra, con ochenta y tres años que no aparenta, prendieron mecha en un maestro y abogado de unos setenta que se acercó a sentarse con nosotros, el señor Cesáreo Asensio Trujillo, y en un rato nos enteramos de que fue maestro en Daimiel y abogado en Ciudad Real, que compró el bufete a uno de los abogados del amigo del padre de Javier Paulino médico del mismo nombre, que estuvo en el PSP y fue vicepresidente de las Cortes; que vivía en una esquina de la plaza de la Constitución, en un segundo piso con vistoso balcón vitrado, para lo que ustedes quieran mandar,  y escribió una parodia del If de Kipling. Tiene una hija de veintitrés años que ha estudiado arqueología y está ahora en unas excavaciones en Murcia. Él me enseñó en la hora corta que hablamos la coplilla que viaja arriba y otras cosas que no es el caso referir aquí. 

La plaza tiene una bonita iglesia y unos árboles que hacen bóveda carpanel de nervios con sus ramas. Por dentro está decorada con frescos modernos que representan a Pío XII, a Gandhi, a un cura manchego asesinado por los rojos, a un norteamericano ahora desconocido y qué se yo más. A la entrada hay tres campanas en el suelo con borrosas inscripciones en latín. Como la iglesia estaba invadida por las viudas negras salimos antes de que sus glóbulos negros nos fagocitasen.  Dejamos a mi hija pintando y a mi suegra con las palomas e hicimos la compra semanal en el Mercadona del pueblo, situado al lado de una ermita. Miguelturra es un pueblo bonito para lo que se estila en los contornos. En las paredes hay pegados anuncios de conciertos de uno de los grupos del lugar, La madre que los parió. Me encuentro con alumnos mios de garantía social, que quieren irse a Ciudad Real; me ha alegrado verlos. Hay un hermoso parque con el nombre del doctor Fleming y hospitalarios mesones. En un rincón hay dos árboles maravillosos en cuyos troncos hay brotes de color violeta y unas hojas de un verde desconocido en este mundo. Me quedo con ganas de haberle hecho una fotografía. La primavera estalla con fulgor y los niños juegan por doquier y, mirón como soy, me hago la promesa de venirme algún día de verano a comer aquí al fresco, en uno de los mesones. 

Mi mujer, que es muy popular, se encuentra por supuesto con uno, dos, tres, cuatro, cinco conocidos. No hay remedio: es mi antítesis. Hasta en Laponia encontraría a algún conocido. Pasamos unas horas de la tarde invitados en la casa de una conocida suya, donde hay una maravillosa maceta y una ninfa que atiende por el nombre de Pitu, cariñosísima, de copete gris. Sigue a sus dueños con devoción y les ha perdonado el pisotón inadvertido que le endilgaron una vez. El veterinario la resucitó con una inyección de antiinflamatorios. Hablamos sobre fantasmas; nuestra hospitalaria amiga tiene algo de médium. Luego vemos en un mesón cerca de Mercadona los últimos momentos de la prórroga del partido entre Madrid y Barcelona de baloncesto, y el partido completo de fútbol Barcelona-Almería. Iniesta no está fino. Las chicas (Paloma se ha unido a la excursión tras la comida, que hacemos en un buffet chino) miran ropa en una tienda también de chinos. China se está haciendo tan grande que ya ocupa media España y parte de la cuesta de Cascorro, en el Rastro; mi mujer, incluso, a veces adopta una apariencia un tanto porcelanosa.

También paseo por las callejuelas del centro. Un almacén de papelería con un inolvidable y grato olor a celulosa y goma de borrar. Me meto en un bazar, "todo a cien" o "chollo" gigantesco, del que emerjo con tres soportes metálicos para sujetar libros; he descubierto que los puedo combinar para fabricar un facistol o atril mucho más efectivo que los torpes mecanismos convencionales. Siempre he echado en falta atriles con vidrio para aplastar las hojas. ¿Es que a nadie se le ha ocurrido tan sencilla idea?

Los pintores andan por ahí trajeados ligeramente, con sombrero de paja contra el sol; advierto a mi hija que se cubra, pero es tan cabezona como siempre; resultado, acaba por la tarde roja y cocida como un cangrejo y le tenemos que poner crema en la espalda; reconozco el mismo estilo pintor de siempre: realismo e hiperrrealismo, poco más. Hay mucha técnica y poca poesía e imaginación, acaso por el pie forzado del tema, pero la mayoría son solventes. Algunos no miden bien las proporciones, lo que se distingue en cómo desfiguran el volumen y representación de los coches. Prisas, tal vez. De uno o dos podría decirse que tiene su mérito pintar con las nalgas. Otros pocos son también ingenuistas o naïf. Mi hija se está volviendo surreal; algunos de sus árboles tienden sus ramas hacia la torre eclesial como manos imploratorias, y las raíces de árboles y edificios se funden en un todo fluctuante. Un ciprés, más que ascender, desciende a una estatua y la estatua hasta el suelo. Escucho comentarios de pintores; saben que mi hija no es competidora para ellos, ya que el óleo y el color prima sobre el modesto dibujo en plata y oro, pero les gusta su técnica. Con sus móviles fotografían la obra de los competidores, porque aprenden de los errores y aciertos de otros.


En la exposición me encuentro con mi colega Victoria, cuyo hermano pinta y va por toda España participando en concursos de estos; creo que ha ganado el segundo premio. A mi suegra la ha inmortalizado en un cuadro suyo un pintor joven con bigote; es quizá la figura más notable del cuadro, sentada en un banco y con gafas redondas y blancas; yo estoy también, pero anónimo y de espaldas; aparecen sedentes también una alemana que estaba en la plaza leyendo un libro con un alsaciano a los pies y una mochilera rubia en botas que es su hija, muy simpática y guapa ella. Me quedo con ganas de poseer el cuadro. Mi hija la reconoce: es otra pintora, que se dice ser novia del pintor ganador, que se ha llevado el primer premio; vienen de Alicante. El cuadro del primer premio tiene un contraluz muy raro, pero sugerente, a más de una aglomeración de personas sin cara que parece salida de una película de George A. RomeroY eso es todo; nada más, pero tampoco menos.

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