Este texto es de la Vida de Diego Torres y Villarroel; en él habla de los maestros que, como Lucius Pupillus Orbilius contra el pobrecillo Horacio, usaban del zurriago contra los malos y díscolos alumnos:
Don Juan González de Dios, hoy doctor en filosofía y catedrático de letras humanas en la Universidad de Salamanca, hombre primoroso y delicadamente sabio en la gramática latina, griega y castellana y entretenido con admiración y provecho en la dilatada amenidad de las buenas letras, fue mi primer maestro y conductor en los preceptos de Antonio de Lebrija.
Es don Juan de Dios un hombre silencioso, mortificado, ceñudo de semblante, estático de movimientos, retirado de la multitud, sentencioso y parco en las palabras, rígido y escrupulosamente reparado en las acciones. Y con estas modales y las que tuvo en la enseñanza de sus discípulos, fue un venerable, temido y prodigioso maestro.
Para que aprovechase sin desperdicios el tiempo me entregaron totalmente mis padres a su cuidado, poniéndome en el pupilaje virtuoso, esparcido y abundante de su casa. Poco aficionado y felizmente medroso cumplía con las tareas del estudio y los demás ejercicios que tenía impuestos la prudencia del maestro para hacer dichosos y aprovechados a los pupilos. Procuraba poner en la memoria las lecciones que me señalaba su experiencia con bastante trabajo y porfía porque mi memoria era tarda, rebelde y sin disposición para retener las voces. El temor a su aspecto y a la liberalidad del castigo vencía en mi temperamento esta pereza o natural aversión que siempre estuvo permanente en mi espíritu a esta casta de entretenimientos o trabajos. La alegría, el orgullo y el bullicio de la edad me los tenía ahogados en el cuerpo su continua presencia. Interiormente hallaba yo en mí muchas disposiciones para ser malo, revoltoso y atrevido, pero el miedo me tuvo disimuladas y sumidas las inclinaciones. La rigidez y la opresión importa mucho en la primera crianza: el gesto del preceptor a todas horas sobre los muchachos les detiene las travesuras, les apaga los vicios, les sofoca las inconsideraciones y modera aun las inculpables altanerías de la edad. A la vista del maestro ningín muchacho es malo, ninguno perezoso, todos se animan a parecer aplicados y liberales y la repetición y el vencimiento les va trocando las inclinaciones y haciendo que tomen el gusto a las virtudes.
Regañando interiormente, lleno de hastío y disimulando la inapetencia a los estudios y a la doctrina tragué tres años las lecciones, los consejos y los avisos y, a pesar de mis achaques, salí bueno de costumbres y medianamente robusto en el conocimiento de la gramática latina. De muchos niños se cuenta que estudiaron esta gramática en seis meses y en menos tiempo; yo doy gracias a Dios por la crianza de tan posibles penetraciones, pero creo lo que me parece y lo que aseguro es que en mi compañía cursaban cuatrocientos muchachos las aulas de Trilingüe y a todos nos tocó ser tan rudos que, el más ingenioso, se detuvo el mismo tiempo que yo, y otros permanecieron por muchos dias. Es verdad que estos adelantamientos y milagros se los he oído referir a sus padres y, como estos son partes tan apasionadas de sus hijos, se puede dudar de sus ponderaciones.
Adelanta poco un niño en saber la gramática de corta edad; es gracia que sirve para el entretenimiento, pero es muy poca la disposición que adquiere para la inteligencia de las facultades superiores. No pierde tiempo el que gasta tres o cuatro años entre los Horacios, los Virgilios, los Valerios y los Ovidios: entre tanto crece la razón, se dilata el conocimiento, se madura el juicio, se reposa el ingenio y se preparan sin violencia el deseo, la atención y la porfía para vencer las dificultades. Mas allá del uso de la razón ha de pasar el que toma la tarea de los estudios: el silogizar no es para niños. Nada malogra el que se detiene hasta los quince o diez y seis años entretenido en las construcciones de los poetas (hasta aquí hablo con los que han de seguir los estudios para oficio y para ganancia; los que no han de comer de las facultades, en cualquiera tiempo, edad y ocasión que las soliciten caminan con ventura, porque es todo adelantamiento cuanto emprenden, gracia cuanto saben y virtud cuanto trabajan).
Salí del pupilaje detenido, dócil, cuidadoso y poco castigado porque viví con temor y reverencia al maestro. Gracias a Dios no mostré entonces más inquietudes que tal cual fervor de los que se perdonan con facilidad a la niñez. Fui bueno porque no me dejaron ser malo: no fue virtud, fue fuerza. En todas las edades necesitamos de las correcciones y los castigos, pero en la primera son indispensables los rigores. Una de las más felices diligencias de la buena crianza es coger a los muchachos un maestro grave, devoto y discreto a quien teman e imiten. Muchos mozos hay malos porque no tienen a quien temer y muchos viejos delincuentes porque están fuera de la jurisdicción de los azotes. El maestro y la zurriaga debían durar hasta el sepulcro, que hasta el sepulcro somos malos y de otro modo no se puede hacer bondad con el más bien acondicionado de los hombres. Los años, la prudencia, la honra y la dignidad son maestros muy apacibles, muy descuidados y muy parciales de nuestros antojos y apetitos; el zurriago es el maestro más respetuoso y más severo, porque no sabe adular y solo sabe corregir y detener. Murió pocos años ha el maestro de mis primeras letras y lo temí hasta la muerte: hoy vive el que me instruyó en la gramática y aún lo temo más que a las brujas, los hechizos, las apariciones de los difuntos, los ladrones y los pedigüeños, porque imagino que aún me puede azotar: estremecido estoy en su presencia y a su vista no me atreveré a subir la voz a más tono que el regular y moderado.
Ello parece disparate proferir que se hayan de criar los viejos con azotes como los niños, pero es disparate apoyado en la inconstancia, soberbia, rebeldía y amor propio nuestro que no nos deja hasta la muerte. Ahora me estoy acordando de muchos sujetos que, si los hubieran azotado bien de mozos y los azotaran de viejos, no serían tan voluntariosos y malvados como son. En todas edades somos niños y somos viejos mirando a lo antojadizo de las pasiones: en todo tiempo vivimos con inclinacion a las libertades y a los deleites forajidos y valen poco para detener su furia las correcciones ni las advertencias. El palo y el azote tienen más buena gente que los consejos y los agasajos. Finalmente, en todas edades somos locos y el loco por la pena es cuerdo.
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