jueves, 15 de septiembre de 2011

Desahogos de un ludita. De ordenatas, caracteres y manías ecdóticas.

Sospecho soy un apéndice del ordenador, un periférico orgánico. La vida se va, se marcha, mirando a esa lápida siempre escrita. Y el ordenador, a mí al menos, no me ordena nada de nada, más bien me dispersa como una nube sin rayo.  Me quedo mirándolo como tonto o escribiendo gilicoñeces en su espejito mágico de vapor electrónico. Tengo arrojadas cientos de cosas en cientos de carpetas-camposanto en las que echo y echo sin que casi nunca llegue a entrar; sólo por excepción germina algún árbol en ese plantío yermo de posibilidades incorruptas en secano. Por el contrario, conozco a uno que tiene todo su directorio-huerto bien ordenadito sin victimarse por una desgraciada  y enferma curiosidad; deberían conocer su carácter engañoso de gato psicópata en potencia visible y de facto en tapadillo. ¿Significa eso que yo no lo soy? Sé que no sé, no creo nadie lo pueda saber con certidumbre, ni yo mismo; a él el marbete se lo han puesto otros, ignoro qué puedan ponerme a mí.

Se ha escrito bastante sobre la delebilidad, efusión y desconcentración que produce el ordenador; constato es efecto verdadero, potenciado por el paradigma informativo que generalizan  televisión y educación en el mundo moderno. Ambas producen una mentalidad fragmentarista y desarticulada que genera anomia y descontrol individual y da fuerza a las normas para exigir un control social más férreo por parte de las ansiosas fuerzas económicas que pretenden dirigirlo todo, hasta los espíritus, imponiendo sus moral de consumo no ya de cosas, sino de personas, degradadas con esta cosificación a basura. Ese paradigma cruelmente impersonal impide la formación de culturas y caracteres orgánicos, estructurados, jerarquizados, poco rentables políticamente para los vendedores de baratillo que nos gobiernan a través de títeres y se limitan a conducir la ideología del consumir hasta los huesos. Todo lo introspectivo es devaluado en una sociedad de la información y la gente como yo se disuelve en Internet como un azucarillo, buscando lo que no necesita y nunca va a poder procesar sino a costa de ejercer una imposible fuerza centrípeta, aun cuando menos sea consciente (es mi esperanza) de qué es aquello que intentamos resistir y todavía somos capaces de exonerarnos y entrelazar contra estas fuerzas sin cara algunos argumentos defensivos que nos cubran del acribillamiento de sus partículas elementales.

Alguna vez he dicho que soy un ludita resignado; no quisiera escribir con pluma de ave y tinta hecha de resina, hollín y agua para secarlo todo luego con arena seca. Pero el fáustico poder cognoscitivo que suministra Internet causa una adicción insuperable al investigador. Leo yo ya más pantallas que papeles y he perdido mucha visión en la retina precisamente por la costumbre que tienen las pantallas de lucir como bombillas. Se descubre como problema cuando, por ejemplo, tengo que discernir un punto de una coma cuando,  por cierto, la caligrafía times es una mierda, con sus restos de avaro goticismo: prefiero mil veces las redonditas humanísticas, incluso las verdanas o garamond, pese al problema que ofrecen con los números romanos. Las letras góticas las inventaron unos monjes que querían ahorrar piel de vitela o pergamino, apretujando las grafías con una angostura que estrangula la vista y auténticas marañas de abreviaturas. No me extraña que los humanistas del Renacimiento, habituados ya al barato papel musulmán, se decidieran más generosamente por imitar la letra uncial romana antigua y ensancharan el renglón.

Otra costumbre imbécil es la de empezar los versos con mayúscula, como en las antiguas ediciones de Virgilio. La costumbre arranca también de cicaterías textuales, cuando los hexámetros se escribían todos seguidos, porque así se separaban con facilidad y se podían localizar pasajes avisando la vocal con que comenzaban; sin embargo los impresores antiguos la adoptaron en papel, y el ojo, acostumbrado a detenerse ante una mayúscula, es torturado de continuo por un tartamudeo visual estilo lagartija al leer poemas cuyos versos empiezan todos en mayúscula, como los de Jorge Guillén y otros pedantes líricos de segunda, incluso a ratos el aparentemente desafectadísimo Lewis Cernuda, este no poeta de segunda, deteniendo la lectura sin qué ni para qué y desarticulando con esa cojera de palomo la lectura ligera y natural, la sintaxis desenvuelta y la comprensión plena que él mismo se autoexigía. Esa es la única afectación de un escritor tan desafecto como él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario