jueves, 8 de septiembre de 2011

Dos antiguos alumnos



Ayer vi a dos antiguos alumnos míos. Uno me lo topé en la calle, al poco de salir de mi casa; otro vino a vernos al Instituto. Los dos eran adultos. El primero era un joven ya maduro, rubio y bien plantado, pero su voz nasal echaba de ver que estaba bebido o drogado, me reconoció y me pidió dinero para marchar a Puertollano. Yo no tenía, y no pude darle nada; no me acordaba de su nombre, así que se lo pregunté, y luego lo busqué en Internet. Por lo visto no ha pagado multas de tráfico. El otro es un padre trabajador y estudioso que había terminado una carrera de letras y se aprestaba a terminar el doctorado, alguien provisto de unos sólidos principios, el tipo de persona en cuya comparación uno se siente como una hormiga de pura admiración, al contemplar que está hecho de una sola pieza de franqueza. Esta clase de gente me impone muchísimo respeto; lo explico. Cuando alguien va por la vida rebosando tal nobleza de carácter, tal humildad, tal respeto a los demás, va como exigiendo una contrapartida semejante y a vista de su conducta uno siente en toda su intensidad lo bárbaro y lo tosco y lo incivilizada que es la vida normal. Sólo los santos y los verdaderamente iluminados con la grandeza poseen esa virtud de hacer que se encojan las almas y que uno procure no defraudar y mejorarse. Se trata de una verdadera, integérrima, antigua, hidalga y tan escasa casta que sólo me la he encontrado a lo largo de mi vida con cinco personas así, tres hombres y dos mujeres. Ninguno de ellos se parece a los demás salvo en esto, porque son únicos. Son como ese justo que impidió que Nínive fuera borrada del mapa por Dios. Son hombres como los de Plutarco, sólo que no tienen paralelo y suscitan adhesiones y lealtades inquebrantables, tanta es la nobleza de su conducta. Son los  llamados caballeros, de los que ya no hay, esos que, según Pérez Reverte, no permiten que nada injusto e infame pueda suceder (según Pérez Reverte, Dios no es un caballero, porque lo permite). Y quien se gana ese título no es precisamente una persona poderosa: cualquier madre o padre trabajador del pueblo que lucha honestamente soportando todo el enorme peso de la sociedad y los errores de los incompetentes que la mandan se gana de sobra ese título; no hacer lo que ellos prescriben no inspira miedo, sino auténtico terror, como si uno hubiera desobedecido una ley de la naturaleza.


El primer alumno me hizo sentir pena, el segundo admiración. Como no creo en las casualidades, pongo esto por escrito para compartir una experiencia más con vosotros: todo está conectado, y participo de esos dos alumnos y de cualquiera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario