viernes, 23 de septiembre de 2011

El sí de A. D.

Alfonso D., de regia nomenclatura, podría ser una especie de Imhotep capaz de hacer milagros en restauración de tejidos y se va a casar con la momia de una linajuda duquesa, de quien algunos infundios aseguran se mueve y aún alienta. Algunos le podrían llamar violador de sepulturas, pero a mí me parece un niño salvado de las aguas del Nilo bético como si fuese un don del mismo, el don que le va a dar el ser Duque consorte. Dicen ellos se conocían desde niños, pero, habida cuenta de la diferencia, más que abismal, de fosa de las Marianas en cuanto a edad, treinta añazos, es evidente que la memoria de uno de los dos flaquea, no sé si con conato de Alzheimer. Sospecho, no sé por qué, que es la de la damita en cuestión, que más que octogenaria parece cenozoica. Evidentemente, Alfonso D. no es hombre ilustrado, porque El sí de las niñas de Moratín atacaba los matrimonios desiguales. Alfonso D. no es ilustrado, es romántico; se casa por amor. Nadie duda de los numerosos encantos, nada ruinosos, aunque sí algo, bastante, bueno, muy arruinados de la Duquesa de Osiris, que de faraona tiene todo el oro y el moro que le han dejado sus poco agradecidos vástagos. La duquesa está triste y está sola y ha perdido el color y tiene, es la verdad, todo su derecho de ruina a escoger a un arqueólogo romántico, un Schliemann que la desentierre y le convenga (Schliemann, que era rico, se casó por poderes con una griega), un Schliemann que la restaure. Ya lo decía Agatha Christie: "Cásate con un arqueólogo: cuanto más envejezcas, más te querrá". Pero la Hammer, productora de las mejores películas de terror, hará bien en reservar los derechos cinematográficos de la noche de bodas para una inenarrable nueva producción: Muerte en el Nilo. Por más que a la culta Duquesa (sabe cinco idiomas, aunque no los use) le hayan gustado siempre los gays, como su segundo marido.

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