martes, 20 de septiembre de 2011

Matar a un ruiseñor


En Georgia (USA) van a ejecutar a un inocente. Suena injusto, cruel o imposible, pero eso es lo que va a pasar como ha pasado ya en doscientas ocasiones al menos en que sepamos se haya podido probar la inocencia del ejecutado (porque allá casi nadie se interesa por demostrar la inocencia de un muerto: es caro y, sobre todo, inútil). Lo más probable es que haya habido más inocentes en esa lista. 

Siete de los nueve testigos de la acusación se retractaron; no existe móvil,  no hay arma homicida y se sabe quién fue el verdadero homicida: el testigo principal de la acusación, que incluso ha admitido haberlo asesinado; una testigo (Quiana Glover) asegura que el único hombre cuyo testimonio fue determinante para condenarlo (Sylvester Cole) le ha confesado en una fiesta que él fue quien acabó con la vida del agente. No hay clemencia que valga. Da la casualidad de que el reo no es blanco y de que el crimen (del que se le acusa, no este que se va a cometer legalmente) fue el asesinato de un policía. El negro sospechosamente inocente tal vez sea un cómplice de Cole y debe morir porque un policía blanco inocente ha muerto.  El acusado se llama Troy Davis. Un millón de personas de todo el mundo ha firmado una petición de clemencia gestionada por Amnistía Internacional, yo mismo uno de ellos; han intercedido la Unión Europea,  el Papa, el expresidente Jimmy Carter, decenas de otros políticos ante el Estado de Georgia, pidiendo se perdonara al recluso o se le conmutara la sentencia. No ha servido de nada: no hay duda razonable que valga.

Sólo un comentario: si alguien debe morir por matar, que sean quienes matan a un inocente y no se arrepienten.

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