domingo, 23 de octubre de 2011

La muerte del héroe

Pocos parecen darse cuenta de que cada héroe esconde una otra mitad de bestia. Entre los ángeles y los animales estamos nosotros; somos ángeles fieramente humanos, como escribió Góngora y repitió Blas de Otero. Gilles de Rais fue un ángel guerrero mientras combatió en favor de la mística Juana de Arco, de la que estaba secretamente enamorado; luego, tras su ejecución en la hoguera, se transformó en una bestia sádica y en uno de los primeros asesinos en serie documentados. Porque en esto de las bestias hay también jerarquías: está el asesino ocasional, que tiene un momento de ofuscación y pierde el control; el asesino en serie, un psicópata sin pizca de empatía con una fantasía que quiere escenificar; el asesino de masas, que mata multitudes en un momento de explosión y, por último, el genocida, el embaucador que persuade a los pueblos para que asesinen o se suiciden ellos mismos con su ayuda o su pretexto. 

Pero no siempre es tan poético como en el caso de Gilles de Rais y a veces no hay ni siquiera un proceso de metamorfosis entre ángel y bestia: el individuo único posee dos caras como la luna según las ilumine una perspectiva u otra, la del héroe o la de la bestia, como Gadafi, quien, si para casi todos era bestia, para los de su tribu era un héroe. El mismo genocida Hítler fue alguna vez aclamado como si fuera un semidiós. Ha tenido que ser Diego Carcedo el que nos recordara hace poco, en una entrevista con Amilibia (quien, por cierto, tuvo un momento de ofuscación en el que asesinó a un hombre) que todas las bestias/héroes son sólo encarnaciones de discordias colectivas mucho peores. 

¿En qué consiste el verdadero heroísmo? El verdadero heroísmo es el de los humildes que van todos los días a hacer su trabajo, a luchar por los demás y rara vez son recordados o reconocidos. Los que ocultaron a judíos durante la ocupación nazi; los que, sabiendo que iban a morir, fueron a hacer su trabajo en las Torres Gemelas o en las centrales de Chernobil o Fukushima, y tantos otros que perecieron chamuscados en un fuego parecido al del infierno, pero que, si hay más allá un paraíso, están en él.

Es un heroísmo muy común y muy vulgar, que da poca cancha al espectáculo de que tanto gustaban genocidas como Hítler, Stalin o ese americano que destruyó dos ciudades arrojando las dos primeras bombas atómicas, Truman; o ese otro héroe, Churchill, que destruyó otra ciudad, Dresde, con un bombardeo tan masivo como innecesario. Es este el heroísmo de los carteles, las imágenes y los discursos, pero en realidad es nada, o menos que nada; bien lo sabía don Quijote, el derrotado. Porque la verdadera talla del héroe la da solamente un parámetro y un índice: la capacidad de sacrificio, la de resistir el dolor anónimamente por los demás.

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