Los días encogen como los cadáveres encogen, exudando; tal que ropa tendida goteando lentas lágrimas sucias. Uno transcurre de lunes a lunes casi sin enterarse, como sin mudar el lunes. ¿Uno muda de lunes o el lunes lo muda a uno? Es un lunes sin fases, ni nuevo ni lleno. Un vacilunio o vanilunio. O el tiempo acelera o la mente va más despacio, por el carril lento; es lo probable, porque otoñece mi tejido nervioso y ya va rondando las paradas finales, que también son cardiorrespiratorias. Ay, "las neuronas caídas / juguete del viento son; / las ilusiones perdidas, / ay, son neuronas desprendidas / del árbol neurotransmisor". Quevedo lo sentía: "Movimiento / que a la muerte me lleva despeñado". Sin penas, sin plumas, como un ícaro implume o un loro triste, se desollado y de uñas planas. Y además veía encogérsele los deseos. Eso de echarse de menos cada vez más uno mismo es lamentable, pero es que lamentarse es precisamente echarse de menos. Cuánto más echar de menos a otros menos a mano. Se pasa el tiempo en una anorexia de resoluciones o haciendo abortar a la matriuska de los sesos; uno se vuelve autopompa y mismólogo, que es lo mismo que tautólogo pero más monoloquero. Buf, por no decir bluff.
No tenemos la suerte de saber por qué tenemos la muerte; tememos más el largo dolor con que nos amenazan y atenazan las religaciones religiosas; algunos un poco más, el temor de perderse ante algo que nos supera, nos dispersa y nos disuelve en una abstracción que despoja de sentimientos, recuerdos y hamburguesas. Tememos sobre todo no enterarnos de qué va eso (ya resulta difícil incluso saber de qué va esto), e incluso la posibilidad, terrible, de no morir y vivir una vida eterna de puros aburrimiento o congoja para mente y cuerpo, si no son uno.
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