Es evidente que el movimiento global indignado no tiene programas ni líderes (aunque no, precisamente, propuestas, a las que nadie hace caso, más por supuesto que por presupuesto), porque, si bien plantea cuestiones mundiales, no existe una autoridad mundial lo suficientemente mundial para responderlas, y mucho menos con el poder de acción para (intentar) solucionarlas, sino un caos del que se beneficia el capitalismo salvaje (si no es que es el capitalismo salvaje el mismo caos y sus instituciones, presuntamente globales, una forma de desregular y, por tanto, perpetuar ese caos). De los polvos y desregulaciones de Reagan y Thatcher vinieron estos lodos y crisis, pues, ¿qué es la crisis sino una falta de regulaciones, un caos? O una falta de obligaciones o deberes (el trabajo uno de ellos) y una sobra de derechos (por ejemplo, en cuanto toca a poseer y consumir). Que desaparezca la obsesión por crecer y aparezca la obsesión por repartir, no precisamente la riqueza, sino la pobreza, con la cual nadie tiene derechos, sino solo obligaciones, porque ya se sabe lo del rey Lagarto: quien parte y reparte, se lleva la mejor parte, salvo con la pobreza, porque sólo hay que repartir números negativos.
Que "se" reparta la pobreza de modo que nadie tenga demasiado de nada y todos tengan lo suficiente de todo, primando las necesidades colectivas sobre las individuales, pero no olvidando tampoco estas últimas; que se acepten por vez primera unánimente no sólo los derechos, sino los deberes humanos, si es que queremos ser humanos, que esa es otra.
O sea una intervención social del estado, intervenida democráticamente, cuya principal misión sería velar por equilibrar sobre quién recaen los sacrificios y los beneficios de realizar una política tendente a alcanzar la igualdad de oportunidades. Tan cerca como eso, tan lejos como esto.
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