Uno tiene preferencias y amores, y también ganas de alejarse de algunas cosas que, no sabe (o sé) por qué, le causan profundo y racional, sí, racional, desagrado y desprecio. Se habla de que el ocho por ciento de la población padece nomofobia, miedo a los móviles. Yo no les tengo miedo, sólo odio, odio africano puro y simple; preferiría comunicarme con tam-tam. No quiero formar parte de una red que me acepte tan insistentemente y tozuda como socio, pero me ha sido imposible librarme del facebook o librocaretos y demás horrores pegajosos como la mierda. Y otra cosa que odio: también es la publicidad, con todas mis fuerzas y en todas sus formas, a veces, la misma televisión, que usa como vertedero para sus inmundicias, precisamente porque amo la narrativa, incluso la audiovisual y electrónica, de calidad.
Sugiero a cualquiera que padezca una ristra, que no serie, de anuncios televisivos que quite completamente el sonido. Si hace ese experimento verá que hay otro mundo bajo los adoquines y por debajo de la persuasión, un cosmos onírico latente que puede subtitular como le dé la gana, pleno de sugerencias y arte, que uno ni se imaginaba atisbar con una simplicísima sordera. Se puede disfrutar de él, aunque sería deseable quitasen también los letreros y sería perfecto. Sin texto hablado o escrito la parte más creativa de los spots se vuelve surrealismo y de repente se empieza a expresar la lengua sin palabras de los ángeles, aunque alguna vez, sin embargo, aparece también la del demonio
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