Qué sabio es el silencio. Contiene todo lo que uno debía saber. Pero lo rompo, lo rompemos, se rompe con mucha facilidad y entonces desaparece con todas esas riquezas. ¿Por qué escribe uno? Se critica con pretexto, pero también cuando no se pretende y la inocencia se muestra manchada desde que se la nombra con una boca salivosa y sucia y sonidos estridentes y mezquinos. Todo lo que se escribe es susceptible de error y falsía en su interpretación, de sesgo contra el que lo hace o lo sufre (o uno se lo imagina, que también) y se encuentra veneno y resentimiento hasta donde no lo hay; la palabra se transmuta tan bien como en Babel, cambia de piel como la víbora de lengua partida y nadie la entiende. Tal vez porque nadie, ni el más santo, está libre de ira, miedo o remordimiento, aunque nada de eso valga tanto como el oro de lo otro, es más, no vale ni paga nada. Pero se hace más de notar, hiere más que sana: en la cara de un hombre puede leerse a la fiera o al ángel, pero lo que más destaca es lo primero; otro como uno mismo le vislumbra la agresividad o el rencor cuando el que dibuja el gesto cree reflejar cansancio o dolor. La gente interpreta a su manera y nada le resulta recto porque cada cual tuerce las cosas para que le entren en la mollera o en la horma prediseñada de sus manías, nada se le muestra a derechas porque la gente se vuelve zurda, o incluso diestra, si eso es lo que le conviene. Porque cuando te interpretan bien no es porque esté bien, sino porque les conviene en ese momento que sea así.
Hasta del escepticismo se cansa uno, porque el escepticismo es, sin duda, la obra maestra del arte de mentir, de la pura hipocresía, de la pura iconoclastia. Uno se cansa de escribir e intentar entender cosas y personas, hacer lo correcto y no saber siquiera qué es eso, y sustituye cada una de sus heridas por una espina. Es un infierno parecido al de San Agustín, quien rompió el silencio mejor que nadie sobre todo eso.
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