Se levanta, ¿se levanta? para dejarse caer, tal es su desgana, y cada día le es una montaña cuya cumbre, él mismo, debe alcanzar sin piernas y sin brazos, solo con las palabras, arrastrándose como un gusano, atreviéndose ¿atreviéndose? a consistir todas las horas y repartir su ración de hambre y bilis estomacal con manos abiertas y vacías, sin sentir dientes en las encías, sin sentir nada por hacerlo o peor, muriéndose por no hacerlo, sin pensar ni prolongar más el renglón de la vida.
Pero viene el perro y le acaricia el cuello y se arrepiente ¿se arrepiente? de envidiar a los muertos, contempla a todos los que le dan la mano para sacarlo y, sin saber por qué ni cómo, suma uno más a la cuenta de sus días, de esos de los que piensan que hay muchos y no uno solo y terrible.
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