Quieren ponernos en hora con el meridiano inglés, cuando nos alistaron al germánico los que declararon la guerra a la gente: militares, paramilitares de gorra roja o camisa azul, sotanas, membresía toda de uniforme. Eso de lo uniforme y de lo uniformal es muy germánico frente a lo descamisado-sansculotiano-informal, que tuvo a la gente a cuerpo serrano y pasando frío. Como las bombas de fósforo, los trenes alemanes siempre llegaban a su hora y en España también, aunque descarrilando, que siempre hemos sido gente muy atropellada y dejadera de todo para el final. Porque incluso para nosotros la muerte no es el final... Pues, coño, ¿qué lo es?
Se suele decir que los finales felices no son verdaderos finales, porque solo aplazan el inevitable no hay tutía y hasta aquí hemos llegado, this is the end. Sócrates decía que la tragedia, que siempre acaba mal, es más parecida a la verdad que la comedia, que lo hace bien, es decir, no acaba. Y para dar ejemplo se bebió la cicuta, por más que todavía quede su alma inmortal escandalizando griegos en pelota por las palestras donde todavía habla Platón, aunque traducido, el de las anchas espaldas.
Sabemos que en el teatrillo que interpretamos la Vida la pieza nos da cierto margen a la improvisación y la autoría, pero el final ya está escrito, no se puede cambiar y es la hostia de convencional. A todos nos cruzan de brazos, porque, si no fuéramos indiferentes, no podrían cerrar la caja y seríamos unos difuntos muy escandalosos. Y eso de cerrar caja es lo que debe hacerse en toda economía que se precie. Que sí, no lo olvidéis. Como decía el caprichoso Calígula de Camus: "Los hombres mueren y no son felices". Y, podríamos añadir, para disimularlo, les cruzan de brazos.
Pero lo que quiero decir con esto del posible cambio de hora es que muchas cosas no han cambiado en España desde que se estableció el integrismo como regla general. Hay muchas leyes en nuestro código penal que siguen todavía el bigotudo meridiano fascista de Berlín. Más nos hubiera valido ajustarnos al meridiano de la isla de El Hierro, que era propiamente el nuestro, y dejarnos de gilipolleces anglogálicas de una vez por todas. Sigamos el ejemplo de América: en ella hasta los kilómetros son más grandes y se llaman millas.
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