martes, 8 de octubre de 2013

¿Para qué tener ciencia si ni siquiera tenemos vergüenza?

Escribe el Huffington Post que no hay una sola empresa española entre las cien primeras del mundo según un criterio de innovación. Otro periódico publica estadísticas para las cuales los españoles adultos son los últimos del mundo en matemáticas y los penúltimos en lectura. Esto tiene que significar algo, aunque seguramente no para los políticos, que son representativos de esa ignorancia. España es un país sin ciencia y corremos el riesgo de convertirnos, corrijo, somos ya una pura mediocridad. El país no paga o despide a sus científicos, no desarrolla sus descubrimientos ni los de los demás y, si quiere sacrificar algo, en vez de la corrupción ha preferido, prefiere y con toda probabilidad seguirá prefiriendo sacrificar la enseñanza, las universidades, los investigadores, los idiomas, la creación artística, las librerías, los periódicos y la salud para pagar las cuentas de los bancos y de los corruptos. España es la mediocridad subsidiada, al contrario que Francia, que tanto protege su pequeña gran ciencia hecha de pequeños grandes científicos. Y lo mismo cabría decir de su excepción cultural, forjada mediante la protección de su lengua, su educación, sus artes, su cultura.

No hace falta recordar que daban cátedras en España por méritos de guerra civil. También que antes de tan fatídica fecha se estilaban las asquerosas cartas de recomendación. Ahora lo que mola es un pupilaje de becarios reducidos a la esclavitud, el puro y duro nepotismo y, como digo, la mediocridad tirando por lo más mediano, domestiquillo, gris y vulgar. Solo el programa Erasmus ha permitido oxigenar algo a los jóvenes y enseñarles el panorama exterior; habría que suprimirlo, porque han conseguido que se den cuenta del panorama y se vayan todos fuera a respirar, pues no es que les pongamos muy favorable el regreso a una mafia como la que campa por los campus. Ya escribí que mientras la universidad no se aireara con profesores extranjeros y mientras no fuera demérito y escollo ser nacional para cubrir una cátedra o para elegir a sus miembros, como ocurrió en Japón, Alemania y Estados Unidos, aquí no habría ciencia alguna ni beca alguna, ni científico alguno, sino futbolistas florero de cien millones o más. Porque el modelo de empresa español es el club de fútbol o el puticlub, tanto da, no precisamente un garaje, un taller o un laboratorio de creación y experimentación. Me parece maravilloso que los españoles que valen se marchen fuera; animo a los jóvenes a hacerlo, porque aquí no se van a hacer ricos trabajando, porque aquí quienes se hacen ricos son los que hacen trabajar a otros. Tenemos la clase media más media y mediocre del mundo, amasada laboriosamente con ochenta años de corrupción y nepotismo; una especie de plebe sanchopancina que hace bueno el endecasílabo de "si es de aquí, no va a ninguna parte". Como decía Gracián, perspicaz en una época de crisis como esta de hoy, los españoles, "trasplantados, son mejores". Fuera de aquí, pues.

Solo hay que ver programas tan educativos como Españoles en el mundo. Uso el plural "programas" de modo incorrecto, porque ni siquiera pagando puede obtenerse una televisión educativa. Ahora incluso pagamos por la publicidad que nos venden en la televisión que es de pago, y sus presuntos canales documentales raramente sorprenden con algo que valga la pena. Como la mayoría son norteamericanos, atienden los gustos del paleto medio estadounidense, como si ya no tuviéramos de sobra con el español, y su temática está sesgada con su propia idiosincrasia sobre violencia y armas, sobre venta de armas, sobre guerras para vender armas, sobre crímenes con armas, sobre casos policiales con violencia de armas, escándalos, estafas... Un panal de rica miel para paranoicos. En el ámbito histórico, igual; para ellos la historia se reduce casi exclusivamente a siglo XX y a tiranos criminales de película. O si los ovnis aterrizaron hace miles de años, o si el código Da Vinci tiene algo de cierto. No hay otra guerra que la segunda mundial, que Hitler sirve para crear mucha y económica paranoia y vender muchas armas; también tienen su público las varias paranoias y miedos con que nos aquejan: fin del mundo (religioso, maya, por asteroides, por Nostradamus, por la Biblia, por calentamiento global (cuánto calienta la cabeza esta gente), por crisis económica, por conspiraciones de sociedades secretas, por la iglesia, por los supremacistas blancos, por los supremacistas negros, por los supremacistas chinos, por los comunistas, por los terroristas, por los árabes...). De vez en cuando estos supestos científicos se relajan y nos muestran, como si nos tuvieran que interesar, las costumbres sexuales de los bonobos, los leones y las marmotas y, sin parar, molestan a los fantasmas todo el año videografiándolos, grabando sus lamentos y sacándoles fotos en el váter como si fueran unos auténticos paparazzi del otro mundo. Uno no creía que el sensacionalismo podía penetrar en los canales documentales, y ni siquiera en el otro mundo, pero eso es lo que hay. Uno ya no puede aprender nada de la televisión: tiene que recurrir a los libros, porque los medios audiovisuales han perdido absolutamente de vista, junto al criterio de lo clásico, la seriedad y el rigor. Al menos en los libros, como en los rollos de papel higiénico, nunca ha aparecido la publicidad.

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