No hay tabarra tan jeremíaca como la que nos endosan esos imbéciles con mando en plaza que se rasgan las vestiduras ante el ascenso del gallardo mancebo de la coleta. Y, cuando les preguntan por las razones de ese ascenso, esos imbéciles siempre nos dicen las mismas mamarrachadas campanudas: que si la corrupción política, que si la crisis económica, que si patatín, que si patatán. Naturalmente, todos estos plañidos y melindres no son sino aspavientos con los que tratan de ocultar la razón verdadera; pues a nadie le gusta declararse padre de un hijo crapuloso. Pero basta leer Los demonios, la novela en la que Dostoievsky profetiza la emergencia del comunismo, para entender el ascenso del gallardo mancebo de la coleta.
En Los demonios, el gran maestro ruso certifica su ruptura con «esos liberales en pantuflas» que lo habían encandilado en la juventud, «esos miopes que engatusan al pueblo sin entenderlo», a los que considera padres del nihilismo. Stépan Trofímovich, padre de Piotr Stepánovich, es un burgués moderadito, vanidoso, retoricón, afrancesado y mantenido de una duquesa, que gusta de soltar su morralla liberaloide en los saraos, culpando a la religión de todos los males que impiden el progreso del país, hasta proclamar fatuamente: «No soy cristiano, soy más bien un antiguo pagano como Goethe el grande». Cuando se entera de que su hijo (al que ha educado en la laxitud y en la satisfacción del capricho) frecuenta cenáculos subversivos, Trofímovich bromea: «La gente grita que nuestros jóvenes son comunistas, pero a mi modo de ver lo que hay que hacer es compadecerlos y apreciarlos. (…) He llegado a la conclusión –y la he adoptado como norma– de que debo mostrarme amable con la gente moza y detenerla solamente cuando se halle al borde del abismo». Por toda reacción, Trofímovich deja a su hijo Piotr a cargo de unos parientes, para que no estorbe sus mariposeos en los cenáculos postineros; y cuando le insisten que se ha hecho socialista, todavía bromea muy liberalmente: «¿Saben ustedes? Todo esto resulta de cierta falta de madurez, de cierto sentimentalismo. Lo que le cautiva no es el realismo, sino el lado sentimental, ideal, del socialismo, su poesía… Por supuesto, todo de segunda mano».
Dostoievsky nos va mostrando cómo el frío y repugnante nihilismo del manipulador Stepánovich no es sino la consecuencia lógica de las delicuescencias de su progenitor, mostrando el parentesco de sus ideologías. Piotr Stepánovich se convierte pronto en un cínico manipulador que no duda en servirse del prójimo para sus fines; por supuesto, abomina de Cristo y de la Iglesia, de la familia y la moral, de la propiedad y de la «canalla demócrata», que espera sustituir por «una voluntad magnífica, idólatra y despótica», a través de «un programa de desorden sistemático». Stepánovich, sirviéndose de la golosina igualitaria, desea que la sociedad humana se hunda en el lodazal que su padre ha favorecido con sus frivolidades: «Promoveremos borracheras, chismes, denuncias –propone–; promoveremos un libertinaje inaudito; apagaremos a cualquier genio en la infancia. ¡Todo bajo un denominador común, la igualdad total!».
Cuando Trofímovich descubra los manejos de su hijo, le preguntará horrorizado qué se propone hacer. A lo que Stepánovich responde muy sereno: «¡Padre, completo la labor que tú has iniciado!». Al menos Trofímovich, al escuchar horrorizado esta respuesta, deja de pontificar en los saraos, para alivio de los circunstantes. Nosotros, menos afortunados, hemos de tragarnos (¡encima!) la tabarra jeremíaca de los imbéciles que iniciaron la labor que ahora el gallardo mancebo de la coleta viene a completar.
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